El árbol de Navidad resplandece y la lumbre crepita en el hogar; sobre la larga mesa del comedor, revestida con mantel rojo de motivos navideños, están dispuestos cubiertos y vajilla, y el viejo tocadiscos reproduce otro año más los villancicos de siempre. El hombre se sienta a la cabecera de la mesa, como lleva años haciendo, llena su copa de vino y brinda por todos los ausentes —obligados por la muerte unos, por la vida otros— con los que alguna vez ha compartido esa mesa en Nochebuena; los nombra uno a uno: sus abuelos maternos, sus padres, sus dos hijas, sus dos yernos y sus tres nietos. Se lleva la copa a los labios ya casi inexistentes y la vacía de un trago. Con el primer bocado, el vinilo se detiene, y en el silencio de un hermoso salón vacío, dos gruesos lagrimones resbalan por sus mejillas acartonadas.