El tío Antón igual tumbaba a un buey díscolo con un brazo que curaba perros rabiosos metiéndoles rábanos picantes en la garganta. No había silla que no reventara, pero tampoco dama que no suspirase por su vigor. Y aunque, cuando lo de Rosita, hubo un tiempo en que los demonios líquidos le sedujeron con sus brillos color caramelo desde el cristal de las botellas, logró que no escarcharan su cerebro. Y todos nos alegramos de que siguiera sin haber dedos más dulces a la hora de desenredar cordones, voltear criaturas en la matriz y acariciar la fuerza de la vida.