En el campo de batalla especulaba atemperando los embates cuando encontraba al enemigo de cara y huía por su diagonal mientras tomaba al descuido la vida de cualquiera que obstaculizara su avance en aquella dirección. Ninguno de los mandos entendía el díscolo proceder de aquel soldado raso que, desatendiendo el principio de obediencia debida, ignoraba órdenes de cabos y sargentos cuando exhortaban a replegar y él se empecinaba en seguir avanzando poseído por una obsesión malsana que le empujaba a querer tomar cuanto antes la siguiente zanja. En secreto, durante la noche, si las vicisitudes de la guerra imponían calma, mientras amigos y enemigos lloraban a sus muertos o escribían cartas preguntándose si la impronta de los besos que estampaban en las rúbricas serían también sus últimas voluntades, se travestía con impaciencia apañándose un vestido largo de escote asimétrico con la casaca mientras aguardaba con desasosiego el alba para seguir la guerra. Y soñaba; con bailar como Debbie Reynolds, besar como Bette Davis, abrazar como Scarlata O’Hara, pero sobre todo, con su metamorfosis cuando llegara a la última trinchera y, por fin, se convirtiera en dama.