Emilia lo desarmó. Fue mirarlo, sonreírle y sus brazos, orejas, piernas, corazón, todo al suelo. A ella no le debió disgustar porque se agachó con elegancia y recogió hacendosa cada miembro. Luego, por la noche, lo armó con paciencia e hicieron el amor con cuidado para no perder ninguna pieza en las desaforadas embestidas. Tenía cierta pericia porque ya le había ocurrido varias veces. Los hombres son tan desarmables, decía. Pero a veces las articulaciones cogen holgura y ya no hay remedio, algunos de ellos se vienen abajo definitivamente. De tanto amar y desamar, de tanto armarse y desarmarse.
En el libro «Náufragos del Océano Índigo», Ed. Bululú