Con la jubilación los días se volvieron largos. Se dedicó, de a poquito, a revisitar aquellos lugares que alguna vez le hicieron sentir vivo: desde el árbol que fue testigo de su inolvidable primer beso hasta releer las novelas que le marcaron la infancia. Pero sin éxito.
La vida lo echó a un lado. Sus movimientos lentos exasperaban; lo juzgaban cuando se aferraba a su forma de hacer las cosas, nadie quería escucharlo y la tecnología lo ignoraba. Se dio cuenta de que se había vuelto, a la práctica, invisible, y todo lo que no lo arrinconaba parecía gritarle que estaba acabado.
Su nombre solo aparecía entre la cordialidad forzada y la condescendencia de sus familiares cuando hablaban de herencias, cuando las instituciones imaginaban mejores planes para el subsidio que ya no percibiría entonces, o cuando los vecinos calculaban —con su falta— la revalorización de un edificio “ahora sí, más joven”.
Cansado, ideó una brújula que le indicara hacia dónde encaminar sus pasos: el soporte serían sus fracasos; para el limbo giratorio usó las decisiones que nunca había tomado, el pivote lo construyó con sus pensamientos desordenados y, por último, para la aguja magnética que le señalara el norte, utilizó sus anhelos secretos, alguno inconfesable y también los denodados.
Al despertar, la miraba y partía en la dirección que le indicaba para regresar al final del día, a la semana o meses después, con una sonrisa que le cruzaba la cara, satisfecho, deseando saborear el nuevo lugar que visitaría mañana. Que os jodan a todos, pensaba.
