La penúltima discusión ha terminado en algo más que un portazo. Por eso, en un ejercicio de prestidigitador desesperado, Jaime corre a la joyería y amortiza los cinco años de arquitectura ideando un ingenioso efecto dominó que, al abrir ella la puerta, debe acabar con una sortija emergiendo de una caja de regalos. Pero ultimando el mecanismo nota un opresión en el pecho, un dolor en el brazo izquierdo, un pinchazo y una fusión a negro que lo tira al suelo. Al llegar María y encontrarlo de esa guisa −boca abajo y con un anillo en la mano−, corre a socorrerlo prometiendo entre lágrimas de culpabilidad exonerarlo de hijos, esponsales, de los domingos con suegros y de la hucha conjunta de gastos; supuestos que una vez fuera del contrato reviven al mozo que de vuelta a la vida suspira aliviado. Esa noche, en el sofá, se duermen abrazados: él como un bendito, roncando; y ella, con el gesto agrio, preguntándose hasta cuándo.
[…] 2. De pronóstico reservado […]