Fue el mismo día de verano que vi a dos hombres besarse en la boca en La Rambla. Alguien se dio cuenta de mi cara perpleja y tiró de mi mano, para zambullirme entre el gentío. Pero ya era tarde, yo había picado aquel anzuelo de oro, de zarandeo y curiosidad, y solo consiguió alejarme, no que soltara el cebo, ni tampoco romper el hilo de pescar.
Luego vino lo de la tarde, visitando la fuente de Montjuic. Aquello tampoco lo había visto nunca. Era diferente a todo cuanto recordaba. Contando con que, con siete años, aún no acumulaba muchos recuerdos. Es cierto que había contemplado jirafas y aviones de cerca, pero esto era más emocionante. Era como si te soplaran en el pecho, desde dentro. Colores cambiando, agua que subía y bajaba, música que obedecía. Y el sedal de la mañana, que continuaba tirando de mí. Entonces, el susurro de mi padre. Hijo, estás llorando. Lo miré y no supe explicarme. No todavía.
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