En mi pueblo había un juez que aprovechaba la sobremesa para revisar los casos. Y es que durante la mañana solía andar muy atareado mandando al cuerno a los letrados a propósito de las historias que se inventaban para defender a sus representados: «eso no se lo cree nadie», solía espetarles. Y es que él prefería llevarse al sospechoso a su casa, al calor del potaje que hacía su mujer, para darle una charla de esas paternales en las que porfiaba para que dejaran el mal camino; y funcionaba. A su manera, la que solían definir como campechana, consiguió que bajara la delincuencia e incluso que los carceleros, aburridos, se pluriemplearan. Hasta que llegó a oídos del mismísimo Fiscal General quién ordenó imputarle por prevaricación y finiquitar aquel circo. Poco se imaginaban los beneméritos que fueron a tomarle declaración el arroz caldoso que les esperaba. Visto el atestado, procedió su absolución.