Supongo que si la calle Beale pudiese hablar, incluso para quienes no hemos estado jamás en Memphis, nos contaría historias. Porque el mundo necesita de cuentos para poder seguir adelante. He empezado a escribir estas líneas con la seguridad de que sean nada más que un homenaje. Suena John Lee Hooker de fondo, al caer la tarde, mientras redacto cuanto sigue, y no olvido que ese mismo bluesman, por el que siento devoción, se dirigió a la calle Beale con apenas catorce o quince años, harto de recoger algodón; allí, por las noches, actuó un tiempo, con su inseparable guitarra y su voz grave. También me resulta fácil pensar, enseguida, en el poema Beale Street love, de Langston Hughes, con la síncopa del jazz, casi como nueva forma poética nacida del desconsuelo de los afroamericanos. Aun así, no es de la calle Beale, de John Lee Hooker o de Hughes de quienes quiero hablar hoy, sino de otra cosa. Se trata de dar testimonio, de alguna forma, de lo que significa dar testimonio. Al menos en la literatura de James Baldwin, de quien se cumple este mes el centenario de su nacimiento, y cuya quinta novela lleva esa misma calle en su título. De todas formas, si he empezado así es porque la música y la poesía importan. Como importa, sobre todo, la calle Beale, que no creo que aparezca ya más en mi texto y, sin embargo, por haber aparecido, la atraviesa. En esa calle oscura de la literatura afroamericana de la que conviene dar testimonio para que nada quede entre renglones.
Algunas antologías atribuyen el nacimiento de la tradición literaria negra estadounidense a los espirituales, esto es, aquellas canciones de esclavos, imposibles de autentificar, pero cuyo contenido se considera hoy la primera forma de su muy representativa expresión cultural. La pregunta que muchos se formulan es si una obra que no puede autentificarse ni vincularse a un autor no es, a la vez y por ello mismo, algo frágil, carente de autoridad. Por ello, la tradición literaria afroamericana se estructura inicialmente en torno a una cuestión principal: demostrar su legitimidad. El origen incierto, a veces incluso desconocido, de la fuente, es sin duda lo que acaba por hacer del testimonio un género común a las diferentes estéticas de la expresión literaria afroamericana. Pienso que el objetivo inicial de esta literatura es, pues, dar testimonio de la experiencia negra estadounidense: al dar testimonio, la literatura no solo restaura la memoria, sino que se apodera de ella y denuncia lo que la historia parece decidida a olvidar. Estudiar el testimonio en la ficción de Baldwin debe, por tanto, ayudarnos en primer lugar a situarlo dentro de la tradición literaria negra estadounidense, pero también, y sobre todo, en relación con esa tradición.
«Baldwin», dice el poeta Kalamu ya Salaam, «a la manera de un profeta del Antiguo Testamento cuya insistente voz se niega a callar, ha sido uno de los testigos más persistentes de este país. Es un testigo en el sentido de que da testimonio de todo lo que piensa y siente mientras nos movemos por los campos minados de las relaciones amor/odio, blancos/negros, ricos/pobres en la América del siglo XX. […] Baldwin, un testigo, un escritor, un superviviente negro, escucha, habla y canta la canción de la vida»[1]SALAAM, Kalamu ya. 1988. James Baldwin: Looking towards the Eighties, en STANLEY, Fred L. y Nancy V. Burt (Eds.). Critical Essays on James Baldwin. Boston: G. K. Hall, p. 35. En su obra, el testimonio articula una realidad minoritaria pero logra algo más que un acto de autocreación, ya que su ficción pone en movimiento una multitud de minorías a las que sus personajes corresponden por su color, género o incluso sexualidad, y sus testimonios sugieren así un más allá en relación con la tradición literaria negra estadounidense, al inscribir al autor en su continuidad pero también en su extensión.
En cualquier caso, y para poder tener un cierto sostén, este estudio del testimonio de Baldwin, este homenaje, se apoyará en dos obras. Por un lado, Sobre mi cabeza (Just above my Head, 1979), porque la historia, al basarse en las memorias de Hall Montana (el hermano del fallecido y famoso cantante de gospel Arthur Montana, que sigue viviendo a través de los recuerdos de Hall), plantea la cuestión del testimonio en su relación con la ficción al mostrarnos lo que la memoria debe a la fantasía y al trauma. Por el otro, El cuarto de Giovanni (1956), una extraordinaria novela que, aunque no parece tratar de la experiencia negra americana, nos muestra, precisamente por eso, hasta qué punto el testimonio de Baldwin va más allá, y en cierto modo transgrede, la idea de la narrativa de esclavos y la génesis de la literatura afroamericana. Porque, al fin y al cabo, en palabras del propio Baldwin, «un chico no se habría quebrado tan rápido en la rueda de la vida si no hubiera nacido negro»[2]BALDWIN, James. 1998. «No name in the street», en Collected Essays. New York: Literary Classics of the United States, p. 430.
En la literatura negra estadounidense, dar testimonio significa encontrar las palabras para describir la experiencia de la minoría. El testimonio es, a la vez, un legado indispensable y una herramienta de supervivencia; permite a los personajes reescribir la narración de un acontecimiento pasado para liberarse y reinventarse. Las verdades de James Baldwin –negro, estadounidense, homosexual y expatriado- implican que el testigo inscribe la página escrita con los recuerdos de alguien que sobrevive y cuya voz lleva ahora el peso efímero de los que no tienen nombre. El testimonio de Baldwin articula y preserva infinidad de minorías a las que pone rostro, designa y consigue hacer existir a través de su ficción, en la que no consagra tanto, creo, al negro americano como sí a los Otros que se imponen a su lector gracias a la estructura del testimonio que Baldwin utiliza como herramienta retórica. El testimonio es un recurso crítico fértil, aunque todavía exista un creciente desinterés por el género que solo se justifica, me temo, por la estrechez evidente de miras de ciertos estudios y discursos académicos. Sobrecargado el estudio del testimonio con propuestas que lo restringen y limitan, e incluso le impiden llegar a buen puerto, lo que subyace es un error de partida: que el testimonio es solo una forma dada a un texto.
Yo pienso, sin embargo, y ahí están las pruebas obtenidas a través de la literatura de Baldwin, que el testimonio es una forma dinámica; por eso Baldwin utiliza el testimonio y da voz a las llamadas figuras minoritarias para articular lo indecible y expresar lo inefable, o más sencillamente, para dar testimonio de lo irrepresentable, por utilizar la terminología de Derrida: «No podría haber ningún testigo –no sólo ningún testigo que esté presente y que perciba como testigo, sino ningún testigo que atestigüe, que dé testimonio– sin acto de habla»[3]BLANCHOT, Maurice, Jacques Derrida. 2000. The instant of my death. Demeure: fiction and testimony. Stanford: Stanford University Press, p. 35. Dicho de otra forma, que el testimonio existe en primer lugar para que uno entre en contacto inmediato y apremiante con quienes han sido degradados, sofocados o victimizados. También en la ficción de Baldwin, el testimonio nos pone en contacto directo con comunidades degradadas o asfixiadas: así, Sobre mi cabeza, por ejemplo, articula la experiencia negra estadounidense y convierte al testigo en un actor de la historia por derecho propio: «El clima de aquellos años está casi olvidado ahora… pero no puede ser así. Quien estuvo allí, quien fue testigo, recordará esa época para siempre; pero nadie quiere oír, ahora, lo que no se atrevieron a afrontar entonces»[4]BALDWIN, James. 1979. Just above my head. New York: Dell, p. 387 (existe edición española, de 1982, en Bruguera).
El testigo desempeña un papel crucial como mediador entre un pasado inasumible y un presente traumatizado, y, para cuando la narración relata la estancia de Hall en el Sur de Estados Unidos, lo que hace es captar la atmósfera opresiva de un Sur traumatizado por el pasado: «Cada uno de los años que pasamos entrando y saliendo del Sur quise decirles a esos pobres blancos, tan ocupados convirtiéndose a sí mismos y a sus hijos en monstruos: Mira. No somos nosotros los que no podemos olvidar. Sois vosotros los que no podéis olvidar […]. Tal vez la diferencia entre nosotros es que yo nunca violé a tu madre, ni a tu hermana, o si lo hice y cuando lo hice, fue por rabia, no era mi forma de vida. A veces incluso quise a tu madre o a tu hermana, y a veces ellas me quisieron a mí: pero eso te lo puedo decir a ti. Tú no puedes decírmelo, pues no lo sabes. Eres incapaz de recordarlo y de olvidarlo. No puedes olvidar los pechos negros que te dieron leche: pero tampoco te atreves a recordarlo»[5]Ibíd., p. 398.
El testimonio de Hall vincula a blancos y negros a través de una herencia común –el trauma- e invierte las apuestas de la alteridad al hacer corresponder al hombre blanco con la figura del monstruo; más que eso, su testimonio cuestiona fundamentalmente el valor de las palabras: se establece aquí un vínculo entre dos grupos que el lenguaje trataría de oponer y que el texto (re)unifica, un énfasis que revigoriza el sentido y el alcance del testimonio y permite a la narración incorporar un pasado doloroso a un presente que sigue vivo para anticipar un futuro común apoyándose en la memoria para vincular épocas e individualidades. Cuando Arthur conoce a Guy, un francés conmocionado por su experiencia en Argelia, es la historia de sus respectivos traumas lo que les une y les permite ir más allá de las simples consideraciones raciales: «se da cuenta de que es prácticamente la primera vez que se siente tan a gusto con un hombre blanco»[6]Ibíd., pp. 463-464.
El cuarto de Giovanni también expresa la realidad de una minoría victimizada: la comunidad homosexual. La novela articula el testimonio como una confesión y da así un sentido muy particular a la narración de David, un joven americano expatriado que huye de Estados Unidos para no tener que enfrentarse a su propia verdad. En París, conoce a Hella, una joven americana con la que fantasea sobre un futuro decente, pero cuando ella se marcha para pensar en su propuesta de matrimonio, David conoce a Giovanni, del que se enamora y con el que vive unos meses. Incapaz de aceptar su homosexualidad, David abandona a Giovanni en cuanto Hella regresa, y la historia avanza siguiendo el tira y afloja de David entre lo que cree querer y lo que realmente quiere. El testimonio permite a David, al menos hasta cierto punto, justificar sus actos y darles un sentido más allá de sus consecuencias; su relato comienza con un arrepentimiento doblemente sorprendente porque reconoce el papel que desempeñó en los acontecimientos que pusieron patas arriba su vida y la de los que le rodeaban, pero sobre todo porque confiesa la verdadera fuente de su tormento, su homosexualidad: «Me arrepiento ahora –por todo el bien que hace- de una mentira en particular entre las muchas mentiras que he dicho, vivido y creído. Se trata de la mentira que le dije a Giovanni, pero que nunca logré hacerle creer: que nunca me había acostado con un chico. Lo había hecho»[7]BALDWIN, James. 1956. Giovanni’s room. New York: Dial Press, p. 7 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, se consignarán entre paréntesis).
En El cuarto de Giovanni, el lenguaje del crimen y la confesión sólo se utiliza en relación con la homosexualidad. Cuando David se encuentra con Giovanni por primera vez, los demás son testigos de su acercamiento: «Le observé mientras se movía. Y entonces vi sus caras mirándole. Y entonces tuve miedo. Sabía que nos observaban, que nos habían observado a los dos. Sabían que habían sido testigos de un comienzo» (56-57), y cuando admite, demasiado tarde, la realidad de sus sentimientos por Giovanni, lo confiesa: «No importa lo que parezca ahora, debo confesarlo: le amaba» (163-164). La homosexualidad está asociada a la criminalidad, y por la propia naturaleza de la relación que comparten, David y Giovanni mantienen, e incluso cultivan, una cierta relación con la criminalidad. De hecho, David admitirá: «Yo era muy consciente de que él tenía un ladrillo en la mano. Yo tenía un ladrillo en la mía. Por un instante me pareció que si no iba hacia él, utilizaríamos esos ladrillos para matarnos a golpes […]. Dejé caer mi ladrillo y fui hacia él. En un momento oí su caída. Y en momentos como éste sentí que no hacíamos más que soportar y cometer el asesinato más largo, más leve y más perpetuo» (173).
David y Giovanni no sólo son culpables, sino que viven, se proyectan y existen a través de su culpabilidad. Cuando Hella descubre por fin las razones por las que David huye de ella, se enfrenta a él y le acusa: «No grites –dijo Hella-. Pronto me habré ido. Entonces podrás gritárselo a esas colinas de ahí fuera, gritárselo a los campesinos, ¡qué culpable eres, cómo te gusta ser culpable!» (240). La homosexualidad de David le convierte en culpable, y la expiación de esta criminalidad es uno de los ejes principales de su propia existencia; David incluso ve su sexo como la herramienta de un crimen por el que merece ser castigado: «Miro mi cuerpo, que está bajo sentencia de muerte […]. Miro mi sexo, mi inquietante sexo, y me pregunto cómo puede ser redimido» (247). Al final del relato, cuando Giovanni ya ha sido condenado y Hella, tras descubrir las mentiras de David, ha abandonado Francia, David reflexiona sobre el peso de este crimen, que escapa por completo a su control, y se encuentra buscando el perdón de una mujer que no conoce y a la que nunca volverá a ver: «Tengo algo que decirle –¿a ella?- pero, por supuesto, nunca se lo diré. Siento que quiero ser perdonado, quiero que ella me perdone. Pero no sé cómo declarar mi crimen» (103-104).
David es culpable, pero si su confesión pretende hacerle enfrentarse a su naturaleza y a sus actos, sus recuerdos y la forma en que los registra revelan el peso de una presión externa que le exime, al menos parcialmente, de su responsabilidad. Cuando recuerda su primera relación con un hombre, su reacción muestra hasta qué punto se debate entre la belleza de lo que siente y la monstruosidad de lo que ha hecho: «El cuerpo de Joey era moreno, sudoroso, la creación más hermosa que jamás he visto […]. De repente sentí miedo […] mi propio cuerpo de repente me pareció asqueroso y aplastante y el deseo que surgía en mí me pareció monstruoso […] De repente sentí miedo. Nació en mí: pero Joey es un chico […]. Sentí vergüenza. La misma cama, en su dulce desorden, atestiguaba vileza» (12). La confesión de David explora sus tormentos y sufrimientos, expone sus motivaciones y toma así al lector como testigo: David es culpable, pero no responsable de lo que ha hecho.
Baldwin es un autor muy estudiado por sus ensayos y su activismo –aunque yo comparto la idea de Stanley Macebuh en cuanto a que, en el caso de Baldwin, no había un determinado predicamento político, ni estaba obligado a dar fe de una conciencia revolucionaria[8]MACEBUH, Stanley. 1973. James Baldwin: a critical study. New York: Third Press, p. 100-, y los críticos a veces han (sobre)investido su ficción con puntos de lectura semiautobiográficos, despreciando quizá un poco al gran escritor de ficción que fue. Si el testimonio es uno de los eslabones que subrayan la intimidad de Baldwin con su ficción, es porque también, y sobre todo, se trata de la pista que nos permite situar su ficción dentro de la literatura negra estadounidense, y nos muestra hasta qué punto la vida del autor, y su ficción, actúan entre sí para enriquecerse mutuamente. Entre los catorce y los diecisiete años, Baldwin fue un joven predicador. Pero, para cuando publica su primera novela, su tiempo detrás del púlpito ya había pasado y, sin duda, le había permitido desarrollar el argumento secular que recorre toda su ficción.
El testimonio forma parte innegable de este argumento, corresponde a una instancia secular de la confesión y permite a Baldwin actualizar la estética y la función del testimonio, como en Sobre mi cabeza, donde el acto de testificar se asocia a la fe religiosa: «Sin hacer ruido, oí a la iglesia cantar con él […]. Observé el rostro de testigo de la señora Reed, y los rostros de los hombres en la pared. El órgano se unió ahora, y el tambor empezó a dar lento testimonio»[9]BALDWIN, Just above…, Op. Cit., p. 393, pero el testimonio es una narración incierta que confiesa una verdad subjetiva, por ejemplo cuando Arthur testifica: «Arthur dio un paso adelante, extendiendo los brazos, invitando a la iglesia a dar testimonio de su testimonio»[10]Ibíd., p. 394. El testimonio de Arthur dice su verdad, y la verdad que tiene que afrontar le enfrenta a la naturaleza de sus sentimientos por Jimmy: «Arthur entró en pánico: le aterrorizaba la confesión. Pero se le exige nada menos que la confesión. Sueña con Jimmy, y casi llega a preferir el sueño porque los sueños parecen ser inofensivos: los sueños no hacen daño. Los sueños tampoco aman, que es como nos ahogamos. Arthur tuvo que llegar a un punto en el que pudiera decirle a Paul, su padre, y a Hall, su hermano, y a todo el mundo, y a su Creador: ¡Tómame como soy!»[11]Ibíd., p. 454.
En el caso de Baldwin, testificar legitima la existencia de los personajes en su totalidad. En el caso de Arthur, confesar significa aceptar su homosexualidad para liberarse. De esa manera, uno puede ver como Sobre mi cabeza se centra en el vínculo entre testimonio y memoria, en detrimento de la trama. Si el testimonio es una estética central en la ficción de Baldwin, es por la idea de supervivencia que contiene, pero también y sobre todo por lo que implica en términos de superación de uno mismo, de las normas y de los límites, una superación que sus personajes buscan. Baldwin reelabora el testimonio para convertirlo en una herramienta retórica. Al desplegarlo en torno a personajes como Arthur y Giovanni, el autor reordena el argumento histórico que es el testimonio en la literatura negra estadounidense con el fin de establecer un vínculo entre el lector y sus personajes que sea a la vez duradero y poderoso, y permita así a la narración transgredir los límites de la ficción.
Dar testimonio es transgredir, superar el anonimato, la borradura. Desde esta perspectiva, Sobre mi cabeza explora los vínculos entre el presente y el pasado, cuestiona la memoria y hace del testimonio un acto de supervivencia. El comienzo equipara sucintamente el olvido con la muerte; cuando Hall retoma la noticia de la desaparición de su hermano, afirma: «La lacónica prensa británica se limitó a señalar que un negro casi olvidado, quejica y gimiente, […] había sido encontrado muerto en un baño de hombres en el sótano de un pub londinense»[12]Ibíd., p. 13. Es sin duda para ir más allá de esta noticia y dar sentido a la vida y muerte de su hermano por lo que escribe sus propias memorias. Al comenzar la última parte, Hall escribe: «USTEDES han sentido mi fatiga y mi pánico, ciertamente, si me han seguido hasta ahora, y pueden adivinar lo aterrorizado que estoy de estar acercándome al final de mi historia»[13]Ibíd., p. 497, como si llegar al final de su narración sólo pudiera significar un desenlace fatal. Sobre mi cabeza da a sus personajes un lugar en un pasado histórico que los ha borrado, y les permite reclamar su historia viéndola bajo una nueva luz. La narración aboga así por el punto de vista fresco y auténtico de un testigo que es fundamentalmente Otro, y hace de su alteridad su mayor baza: «El poder de definir al otro sella la definición de uno mismo. ¿Quién, entonces, está atrapado […] en una matemática tan temible? Tal vez […] no tengamos ni idea de lo que es la historia [….]. Tal vez la historia no se encuentre en nuestros espejos, sino en nuestros repudios»[14]Ibíd., p. 481.
A través de su literatura, Baldwin replantea lo abyecto –aquí me sirvo del término de Kristeva[15]KRISTEVA, Julia. 1989. Poderes de la perversión. Buenos Aires: Siglo XXI, p. 115- porque lo considera un auténtico desafío a la identidad. En su biografía sobre Baldwin, publicada en 1994, David Leeming justifica el intento de suicidio del escritor poco después de sus reveses con la justicia francesa, y explica: «El ahorcamiento habría sido un acto desesperado de solidaridad con todos aquellos negros, literal y metafóricamente encarcelados, de cualquier raza, que deben soportar la agonía de no ser reconocidos como seres humanos»[16]LEEMING, David. 1994. James Baldwin. New York: Knopf, p. 72. La ficción de Baldwin trata a sus personajes negros, homosexuales y femeninos de forma similar: presenta a personajes minoritarios y luego, mediante una inversión estructural, la narración glorifica al Otro y su experiencia de alteridad. Por ejemplo, en Sobre mi cabeza, cuando Hall conoce a Ruth por primera vez, ésta lleva un sombrero absurdo y encantador a la vez, que caricaturiza el estereotipo asociado al personaje de Mammy en Lo que el viento se llevó: «¿Cómo y dónde has conseguido ese sombrero? […] ¿Recuerdas a Hattie McDaniel, que interpretó a Mammy en ‘Lo que el viento se llevó’. […] Bueno, si te acuerdas, al final alguien le regala algo –unas enaguas escarlata, nada menos […]. Creo que fue Clark Gable quien se las regaló […]. Todos tenemos nuestras diferentes maneras de buscar aprobación. Con Clark, lo admito, metí la pata, pero habrá otros. Sólo quiero que vean qué bien me sienta lo que me han dado[17]BALDWIN, Just above…, Op. Cit., pp. 511-512. En un movimiento que es, a la vez, caricaturesco y asertivo, Ruth retuerce los códigos para refundir el estereotipo de una ideología racista y reapropiarse de su imagen en sus propios términos. Para Baldwin, esta reapropiación es a la vez un medio de liberarse del pasado y de mirar hacia el futuro. Al permitirles dar testimonio, la narrativa permite a los personajes marginados legitimar su papel y su lugar en la historia.
En El cuarto de Giovanni, por ejemplo, David está tan desesperado por expiar su culpa que se proyecta en la celda de Giovanni y soporta su encarcelamiento del mismo modo que si él mismo hubiera sido condenado: «Mis verdugos están aquí conmigo, caminan arriba y abajo conmigo […]. Podría llamar, como Giovanni, en este momento, tumbado en su celda. Podría llamar […], podría intentar explicar. Giovanni trató de explicarse, yo podría solicitar ser perdonado» (163). A continuación acompaña a Giovanni en sus últimos momentos y vive literalmente su ejecución: «Debe ser ahora cuando las puertas se abren ante Giovanni y se cierran con estrépito sobre él, para no abrirse ni cerrarse nunca más […]. Tal vez siga sentado en su celda, observando, conmigo, la llegada de la mañana […]. Se hace tarde […]. Tengo las manos húmedas, el cuerpo opaco, blanco y seco» (245-246). David y Giovanni están unidos por una experiencia similar de minoría de edad que les une y permite a David rellenar las lagunas del relato para reconstruir las circunstancias que llevaron a Giovanni a matar a Guillaume.
Su testimonio, una vez más, exime parcialmente a Giovanni de la responsabilidad del crimen que cometió: «Debía de ser una gran noche para el bar cuando Giovanni entró solo. Pude oír la conversación […]. [Giovanni] desea ser amistoso. En el mismo momento, la cara, la voz, las maneras, el olor de Guillaume le golpean […] la sonrisa con la que responde a Guillaume casi le provoca el vómito […]. Guillaume, ahora, apenas puede apartar los ojos de él, ni controlar sus manos […]. [Giovanni] se muere de ganas de que alguien le diga que no vuelva con Guillaume, que no deje que Guillaume le toque […]. Nadie aparece por los bulevares para hablarle, para salvarle. Ahora siente que se muere […]. Giovanni no quería hacerlo. Pero le agarró, le golpeó. Y con ese toque, y con cada golpe, el peso intolerable en el fondo de su corazón empezó a levantarse: ahora le tocaba a Giovanni estar encantado» (225-229). David relata hechos que se remontan a un pasado hipotético, pero su testimonio los hace tangibles al poner en movimiento certezas y posibilidades. El testimonio crea una memoria que está inmediatamente vinculada al presente de la narración: Baldwin hace que las minorías de su mundo testifiquen para que resulten menos extrañas a su lector, su ficción justifica sus actos, enmienda sus naturalezas y las humaniza.
En Sobre mi cabeza, testificar reescribe parcialmente la memoria y la recodifica para permitir a los personajes enfrentarse a la historia; testificar se asemeja a un proceso de curación que cuestiona el peso y el valor de la verdad. Hall analiza detenidamente la función de la memoria y reconoce plenamente su dimensión fantástica, en un párrafo extraordinario: «Cada vez me pregunto más sobre lo que llamamos memoria. La carga –la función- de la memoria es aclarar el acontecimiento, hacerlo útil, incluso hacerlo soportable. Pero la memoria es también lo que la imaginación hace, o ha hecho, del acontecimiento, y cuanto más terrible es el acontecimiento, más probable es que la memoria lo distorsione, o lo borre […]. La memoria no exige que reconstituyamos el acontecimiento, sino que lo justifiquemos»[18]Ibíd., pp. 531-2. Del mismo modo que el testimonio justifica la supervivencia, la memoria justifica el acontecimiento y proporciona un lugar de refugio al superviviente al permitir que la fantasía interactúe con el recuerdo.
Cuando Hall observa a una anciana, permite que la fantasía se apodere de su testimonio, que, por un lado, revive el pasado de esta mujer en la que ve a una superviviente de la Shoah y, por otro, la ayuda al legitimar el papel que desempeñó y el lugar que la historia le ha otorgado: «Observé a una abuela […] había sido extremadamente bella de joven, con esa clase de belleza frágil, sin aliento, de ojos muy abiertos que uno asocia, por alguna razón con Viena […]. Pues bien, de repente, la vi, como podría haber sido años atrás, en, digamos, Viena […]. No pude oír lo que decía, pero sus ojos me transmitieron su incapacidad para creer que había sido marcada para la muerte, y que ahora estaba a punto de ser llevada lejos, para morir […]. Le quitaron las joyas y las metieron en una caja. Alguien que no parecía cruel la despojó de su sencillo y elegante atuendo y le quitó los zapatos. Entonces alguien le hizo señas, la empujó o tiró de ella, y ella se colocó en la fila y siguió a todo el mundo, como se sigue al guía del aeropuerto, no muy distinto de como se sigue a la camarera hasta la mesa […]. Ella no lo recordaba […]. Tal vez los sueños eran su testimonio, tal vez los terrores eran su prueba, tal vez un párpado le temblaba violentamente en ciertas paradas de metro, y se daba largos baños porque era incapaz de meterse bajo una ducha»[19]Ibíd., pp. 530-531.
El testimonio de Hall y el pasado de la mujer convergen tras una experiencia compartida de trauma y supervivencia. Cuando Hall admite que su alma es testigoref]Ibíd., p. 380[/ref], reconoce el testimonio como un deber vinculado a la alteridad y necesario para la supervivencia. Pero la narración trata de establecer conexiones más allá incluso de la experiencia minoritaria: hay algo casi banal y totalmente anónimo en la forma en que esta mujer es puesta en fila para ser deportada, y no hay nada exclusivamente minoritario en esta experiencia de banalidad y anonimato. Al utilizar el testimonio, Baldwin no sólo insiste en la generalidad de la experiencia de las minorías; gracias al testimonio, la experiencia de las minorías trasciende la narración, resonando mucho más allá del texto, y permitiendo así que cada lector se relacione con la historia y sus personajes de un modo que le es propio.
El testimonio, en la medida en que se relaciona con la ficción, es un género muy difícil de definir. En Demeure, el bellísimo texto en el que Derrida escribe sobre El instante de mi muerte, de Maurice Blanchot, llega a decir que no sabe si el relato blanchotiano «pertenece o no, pura y propiamente y estricta y rigurosamente al espacio de la literatura, si es ficción o testimonio y sobre todo en qué medida pone en cuestión y sacude todas estas divisiones»[20]BLANCHOT, Derrida, The instant…, Op. Cit., p. 26. Continúa: «el testimonio está siempre ligado a la posibilidad de al menos la ficción, el perjurio y la mentira»[21]Ibíd., pp. 27-28. El texto de Derrida pone de relieve el vínculo incierto que el testimonio tiene con la verdad, y deja una vacilación entre el testimonio y la ficción, vacilación que Baldwin explota para rehabilitar a sus personajes, por un lado, pero también para responsabilizar a su lector de la narración y de las realidades que pone en marcha en su ficción. Aún más apremiante que la relación entre testimonio y ficción es la cuestión que plantea Derrida en una breve demostración, en la que ilustra hasta qué punto el testimonio depende de otros; Derrida habla de un «nosotros sin el cual no hay testimonio»[22]Ibíd., p. 34. Cabe preguntarse por el vínculo que tienen los lectores con el testimonio que reciben y escriben, siempre que estén/estemos desde fuera de nuestra propia confrontación inmediata con lo testimoniado.
Pero la imaginación como lectores nos convierte en testigos-herederos, y el testimonio de lo narrado, así como la responsabilidad que encierra ese testigo, nos ordenan. No hay testimonio sin otra persona que herede la memoria del superviviente, y si bien es cierto que el testigo ejerce efectivamente cierto poder sobre la imaginación del heredero-lector, entonces el testimonio no existe fuera de esta tercera persona que recoge el testimonio y finalmente se lo reapropia: el lector parece inextricablemente ligado a la persona del testigo. Sobre mi cabeza es una narración que se basa en el lector y se construye en función de él, ya que Hall se dirige innegablemente a nosotros («USTEDES han sentido mi fatiga y mi pánico»[23]BALDWIN, Just above…, Op. Cit., p. 497), el testimonio de Hall está hecho para nosotros, graba sus memorias para el lector, y el estudio del testimonio revitaliza la idea misma de la ficción del testimonio: el personaje de Hall sólo existe en relación con la ficción y dentro de los límites de las memorias que relata, y en este sentido, el final de su narración corresponde necesariamente a un desenlace fatal. Sin embargo, Hall, a través de su testimonio, está destinado a sobrevivir al final de su relato y a transgredir él mismo los límites de la ficción, gracias a la relación que su testimonio le permite mantener con el lector.
Puesto que permite a los personajes reescribir la historia, el testimonio es un género performativo: la narración de Hall reconstruye la muerte de Arthur a pesar de las incertidumbres que rodean su desaparición; el testimonio de Hall prolonga el efecto de realidad y se equilibra entre la realidad y la fantasía: «Arthur: está apoyado en la barra del pub londinense, solo. El pub está bastante concurrido […] algo le golpea, en el pecho, y entre los omóplatos. Se apoya ligeramente en la barra, aferrándose a su billete de cinco libras. Piensa que deben de ser gases, una indigestión, irá al baño, en cuanto pague la cuenta. Paga la cuenta pero le tiemblan las manos, se guarda el cambio en los bolsillos […] y cruza la habitación […]. El viaje a través de la habitación es el más largo que se ha obligado a hacer nunca. Empieza a bajar los escalones, y los escalones se elevan, golpeándole de nuevo en el pecho, golpeándole entre los omóplatos, tirándole de espaldas, mirándole desde el techo, justo por encima de su cabeza»[24]Ibíd., pp. 553-557. Esta recreación se lee a la manera de unas indicaciones escénicas que informan y aclaran las circunstancias de la muerte de Arthur: el fragmento recrea la acción que está recreando, y el testimonio de Hall dirige al personaje de su hermano hacia su perdición. Al dar testimonio de su hermano en sus últimos momentos y reescribir su muerte, Hall convierte al lector en testigo de Arthur y nos confía su memoria, sus recuerdos y la verdad que contienen.
La narración es el lugar de encuentro de una experiencia histórica proyectada sobre una experiencia de la memoria, ambas atrapadas en una lógica complementaria para crear la tradición literaria negra estadounidense; una tradición que, en todos sus aspectos, pondera el vínculo que la historia mantiene con la ficción. Entre atestiguar y testificar existe una brecha que da lugar a un problema que interesa especialmente a la literatura negra norteamericana, ya que el testimonio es un género en sí mismo: ¿hasta qué punto el testigo desempeña un papel cuando testifica? Y a la inversa, ¿ser testigo significa tener un papel que desempeñar? En la obra de Baldwin, el testigo es un personaje con una historia que contar (o una confesión que hacer), cuyo testimonio integra plenamente en su narrativa. Sus personajes recuerdan y relatan sus recuerdos para resistir y evitar el hilo de una historia que les obliga a borrarse a sí mismos. Al dar testimonio e imponer su verdad sobre un acontecimiento pasado, presente, futuro o incluso hipotético, recuperan una parte de la historia, la revisitan y, a veces, incluso la enmiendan. Incluso podríamos rastrear estas cuestiones en la narración retrospectiva de Leo Proudhammer, que pierde la voz tras el infarto con el que empieza –igual que el padre Flynn en el inicio del Dubliners joyceano- la novela Dime cuánto hace que el tren se fue. Quien debe dar testimonio no puede hablar y enseguida la exhortación es clave, metafórica: «Quédate quieto, me dijo, no te muevas. No hables»[25]BALDWIN, James. 1986. Tell me how long the train’s been gone. New York: Dell, p. 4 (existe edición española, de 1974, en Lumen), e incluso en la frase de Cass, en Otro país, que nos asalta, en mitad de la narración: «Odio hablarte de ello, pero debo tratar de decírtelo todo […]. Quizás algunas cosas son claras, sólo que uno no quiere hacer frente a esas cosas»[26]BALDWIN, James. 1969. Another country. London: Corgi, pp. 313-314 (existe edición española, de 2022, en Tres Puntos).
Pero no puedo demorarme más. No hay tiempo ya y tal vez hemos dicho más de lo que puede decirse. Mi intención era convertir estas palabras en un homenaje a Baldwin, a ese escritor que poseía «una soltura disciplinada capaz de reconocer milagros bajo la presión del desastre»[27]PAVLIĆ, Ed. 2016. Who can afford to improvise? James Baldwin and Black music, the lyric and the listeners. New York: Fordham University Press, p. 80. Quizá porque, verdaderamente, hay algo milagroso en esta escritura. Podríamos llamar a Baldwin el Shakespeare de los afroamericanos porque (re)inventa todo un pueblo, lo humaniza, y su palabra es conmovedora, doliente y afectuosa. Somos deponentes de todo su testimonio, tan colmado de realidad, tal que si Baldwin hubiera conseguido crear una crisálida de tiempo y nos invitase a mirar dentro, como convidados predilectos a este festejo de las palabras. No puedo olvidar, ni debo, que en la literatura afroamericana, por su propia situación a lo largo del siglo, también importa el cantante y no sólo la canción. De todas formas, habrá que abordar seriamente, de una vez por todas, al escritor harlemita, que merece estar en la cúspide literaria primigenia que conforman también Richard Wright, Ralph Ellison, Langston Hughes y Leroi Jones. Ojalá estas palabras puedan servir como minúsculo grano de arena. Mientras tanto, mientras esto va sucediéndose poco a poco, quisiera terminar este homenaje con una dedicatoria a la lectora más apasionada de Baldwin que conozco, mi sabia y querida amiga Bea, sin la que, con toda seguridad, no habría escogido seguir escuchando aquella música de la calle Beale. Aunque haya dicho, en un principio, que este odónimo no volvería a aparecer, pues soy consciente de que vine solo, y hasta aquí, más como humilde lector que como testigo.
Título: El cuarto de Giovanni |
---|
|
Referencias
↑1 | SALAAM, Kalamu ya. 1988. James Baldwin: Looking towards the Eighties, en STANLEY, Fred L. y Nancy V. Burt (Eds.). Critical Essays on James Baldwin. Boston: G. K. Hall, p. 35 |
---|---|
↑2 | BALDWIN, James. 1998. «No name in the street», en Collected Essays. New York: Literary Classics of the United States, p. 430 |
↑3 | BLANCHOT, Maurice, Jacques Derrida. 2000. The instant of my death. Demeure: fiction and testimony. Stanford: Stanford University Press, p. 35 |
↑4 | BALDWIN, James. 1979. Just above my head. New York: Dell, p. 387 (existe edición española, de 1982, en Bruguera) |
↑5 | Ibíd., p. 398 |
↑6 | Ibíd., pp. 463-464 |
↑7 | BALDWIN, James. 1956. Giovanni’s room. New York: Dial Press, p. 7 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, se consignarán entre paréntesis) |
↑8 | MACEBUH, Stanley. 1973. James Baldwin: a critical study. New York: Third Press, p. 100 |
↑9 | BALDWIN, Just above…, Op. Cit., p. 393 |
↑10 | Ibíd., p. 394 |
↑11 | Ibíd., p. 454 |
↑12 | Ibíd., p. 13 |
↑13 | Ibíd., p. 497 |
↑14 | Ibíd., p. 481 |
↑15 | KRISTEVA, Julia. 1989. Poderes de la perversión. Buenos Aires: Siglo XXI, p. 115 |
↑16 | LEEMING, David. 1994. James Baldwin. New York: Knopf, p. 72 |
↑17 | BALDWIN, Just above…, Op. Cit., pp. 511-512 |
↑18 | Ibíd., pp. 531-2 |
↑19 | Ibíd., pp. 530-531 |
↑20 | BLANCHOT, Derrida, The instant…, Op. Cit., p. 26 |
↑21 | Ibíd., pp. 27-28 |
↑22 | Ibíd., p. 34 |
↑23 | BALDWIN, Just above…, Op. Cit., p. 497 |
↑24 | Ibíd., pp. 553-557 |
↑25 | BALDWIN, James. 1986. Tell me how long the train’s been gone. New York: Dell, p. 4 (existe edición española, de 1974, en Lumen) |
↑26 | BALDWIN, James. 1969. Another country. London: Corgi, pp. 313-314 (existe edición española, de 2022, en Tres Puntos) |
↑27 | PAVLIĆ, Ed. 2016. Who can afford to improvise? James Baldwin and Black music, the lyric and the listeners. New York: Fordham University Press, p. 80 |