Se frota la incipiente barba delante del espejo mientras repasa con ternura sus ojeras de felicidad, como él las llama; anoche, otra conversación más que se fue más allá de la madrugada.
En la mesa del comedor aguarda un café frío que se cansó de esperarlo mientras hacía la cama, se acomodaba la corbata o leía el periódico pasado de fecha que le regala la portera, de los que le sobran cuando friega: “cómo está el mundo”, piensa.
Las noticias son de hace dos semanas, así que alberga la esperanza de que entretanto alguien haya encontrado solución a tanto dislate. Aunque tampoco es que le importe demasiado. Tiene todo lo que necesita: un piso diminuto en el centro de Madrid desde donde ve la Schweppes, el viejo transistor y, por supuesto, a su gente.
Su puerta siempre está abierta, y allí todos los días llegan personas a pesar de las estrechas escaleras mata-yayas que hay que sortear para coronar su ático. Hablan, se conocen, se cuentan la vida, discuten, a veces incluso se enamoran… Y si el espacio escasea siempre hay alguien dispuesto a marcharse para que lleguen otros: piso pequeño, paredes pequeñas; ya se sabe.
Apura el café –ya como un témpano –, se despide, y se arma con el bloc y un puñado de carboncillos. Hace buen día y seguro que el parque se llena de gente. Nadie le presta atención a un viejo, o al menos no la suficiente para ver lo que hace. Lo que más que le duele es cuando la caprichosa primavera arroja una tromba repentina de agua. La gente corre, el parque se vacía, y por la noche los medios dibujos que hace a escondidas solo le cuentan trozos de historias que siempre le dejan a medias.