La rubia se quedó totalmente petrificada, todo lo contrario que el gigantón ruso y su camarada que saltaron con determinación circense cinco asientos para llegar hasta el vodka del carrito que iba dando bandazos pasillo abajo. El cura primero blasfemó aliviado, como quitándose un peso de encima, y luego jaleó entre gritos y aplausos a la parejita de delante que se enzarzó en una carrera contrarreloj por desnudarse mutuamente para consumar lo que les diera tiempo de su amor de recién casados. Desatendiendo los alaridos de la mujer del vestido estampado, quien maldecía a la azafata que histérica le estiraba de la coleta para no caer rodando, yo me limité a despertar al cretino de mi marido para que supiera que no llegaba al sábado y que se iba a perder la puñetera final de la Champions, que le metía cuernos desde junio y que según informaba el capitán, caímos en picado.