Estaba a punto de cumplir sus órdenes, cuando de algún lugar de mi memoria emergió una cierta intuición de que había algo que podía decir en este tipo de situaciones: quiero saber tu número de placa. Al escuchar esto, el exaltado se acercó rápidamente y se colocó enfrente de mí, mirándome fijamente. Y también quiero el tuyo, le dije. El silencio incómodo de ambos me hizo pensar que había dado con la clave. Si fuera un carabinieri, me hablarías de otra forma, pero los italianos vienen a Castilla y se piensan que aquí pueden hacer lo que quieran, me dijo. Tuve la tentación de reírme porque me resultaba incomprensible que aún después de escucharme hablar, pensara que yo era una italiana normal y no una latinoamericana, como era obvio por mi acento y por ciertos rasgos. Después de todo, por algo había decidido pararme. Lo que me parecía aún más paradójico era que él, al parecer, se sintiera discriminado frente a los carabinieri, que por otra parte yo jamás había visto porque ni siquiera había pisado Italia. El ejecutor de una redada racista, el que decía Castilla en lugar de España, ofendido porque pensaba que una boliviana con pasaporte italiano lo estaba discriminando. Para ese entonces, yo llevaba ya más de media hora pasando miedo y con la rabia atragantada en el cuerpo, así que en realidad fui incapaz siquiera de sonreír irónicamente. Quiero que me den su número de placa, insistí con la boca pequeña, a causa del desconocimiento de algo que, ahora sé, era mi derecho. No sabía si realmente tenían la obligación legal de proporcionármelo. Cuando al día siguiente lo comprobé por internet ya era demasiado tarde, y pese a reproducir una y otra vez en mi cabeza todo lo que había sucedido, ya no podía modificar los diálogos: me faltó convencimiento para seguir insistiendo con firmeza. Ponte contra la pared hasta que nos confirmen tus datos, dijo el menos brusco, mientras el otro se alejaba nuevamente. Pasados unos minutos, el mismo que se había llevado mi pasaporte me lo devolvió. Ya te puedes ir, pero es hora de que te aprendas las leyes del país en el que vives y a ver si vas más atenta por la calle, me dijo socarronamente. Insistía en querer darme una lección a toda costa.
Mientras me alejaba, giré un par de veces la cabeza para intentar despedirme de mis compatriotas. La escena era igual de terrorífica y de indignante, sólo que ahora yo era otra de las que estaba afuera, una más de la audiencia. Se me cayeron las lágrimas de rabia. Tan sólo unos pasos más adelante, me di cuenta de que alguien me estaba siguiendo. ¿No había acabado aún la pesadilla? Era un muchacho alto, con el pelo largo, y era claro que quería alcanzarme. Disculpa, dijo con cierto deje portugués, ¿estás bien? Sí, gracias, le contesté sin dejar de llorar. ¿No tenías papeles?, me preguntó. Nerviosa le conté brevemente lo que había sucedido, mientras intentaba despejar la bruma de incredulidad y pánico que me impedía pensar con claridad. Te aconsejo que lo denuncies, señaló, mi hermana una vez denunció a un policía por malos tratos y consiguió que lo condenaran. ¿Pero cómo lo hago? ¿Dónde voy?, pregunté confundida. Llama por teléfono a la policía ahora mismo, me animó. No dejes que pase más tiempo. ¿A la policía? Pero si la redada la ejecutó la policía, pensé. Es la única forma de que quede constancia del abuso, afirmó. Me convenció, así que, como no tenía saldo en el celular, crucé la calle y volví en la misma dirección del despliegue. Había visto un locutorio justo en la acera de enfrente de la salida del metro. A ese punto, era incapaz de determinar si estaba temblando por la rabia, por el miedo o por la tenue esperanza de encontrar algo de justicia.

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Entré al locutorio. Me daba cuenta de que estaba eufórica y de que, de pronto, necesitaba desesperadamente hablar. Dije que iba llamar a la policía porque quería denunciar lo que estaba sucediendo al frente. Otra redada, ¿no?, me dijeron los trabajadores paquistaníes, acostumbrados sin duda a este tipo de escena. Volví a sacar mi cuaderno y a apuntar lo que me estaban contando. Siempre lo mismo, se ponen a esta hora en el metro para llevarse a gente sin papeles, continuaron. Por eso todas las cabinas están vacías, nadie quiere venir a llamar a su familia y arriesgarse a que lo paren. Lo lamento, les dije justo antes de entrar a uno de los cubículos para llamar. Quiero denunciar a un policía que, durante una redada, acaba de tirarme del brazo y retenerme en la calle por aproximadamente cuarenta minutos sin que yo hubiera hecho nada. Además se ha negado a darme su número de placa. La persona que me había atendido se quedó en silencio por un breve instante. Por teléfono yo no puedo hacer nada, empezó diciendo, tiene que acercarse a la comisaría más cercana del lugar donde ocurrieron los hechos que comenta. Entonces fui yo la que se quedó callada. ¿Cómo puedo saber que el policía que acaba de pararme no va a estar allí?, pregunté. No puede saberlo, aunque probablemente si esta noche está de ruta no llegue a las instalaciones hasta mucho más tarde, concluyó. Le agradecí y corté el teléfono sin tener ni idea de lo que debía hacer a continuación. Cuando salí del locutorio, ya no vi ni a los policías ni a mis compatriotas. Lentamente, parecía que todo volvía a la normalidad. Me sentí derrotada.
Llegué a la casa de mis amigas sin ganas de cenar ni de tomar nada. Les conté lo sucedido y les dije que quería ir a la comisaría pero que no podía hacerlo sola. Tenía miedo. Una de ellas se ofreció a acompañarme. Tomamos un taxi y en cinco minutos estábamos allí, era mucho más cerca de lo que había pensado. Es a partir de ese momento donde los espacios se me desdibujan en el recuerdo. Algunas veces creo estar segura de que había que subir muchas escaleras para llegar a la puerta, otras me parece que en realidad no había prácticamente diferencia de altura entre la calle y el primer umbral que había que traspasar. En todo caso, recuerdo que había dos policías en una ventanilla de información y que, a medida que yo les iba relatando lo que había sucedido, asentían. Me dio la impresión de que sabían perfectamente de qué agente estaba hablando. No todos somos así, dijo uno de ellos. Esa frase hizo que yo bajara la guardia y que me sincerara: si esa persona está en la comisaría ahora mismo, yo no quiero entrar para presentar la denuncia. No te preocupes, me contestó, no te va a pasar nada.

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Mi amiga y yo entramos a la sala de espera, esa que con el tiempo se ha ido transformando en mi memoria. Había únicamente dos hombres sentados. Nos saludaron y por su acento supe que eran dominicanos. No pasó demasiado tiempo hasta que la puerta que se encontraba justo enfrente se abriera. Entonces lo vi. Se paró delante de mí, a punto de pisar la punta de mis pies, me miró fijamente y sonrió. ¿Te tengo que denunciar a ti contigo mismo?, atiné a decirle mientras mi incredulidad se convertía en una rabia encorsetada por el miedo. Me encanta que todo salga como lo tenía planeado. Nos vamos a divertir mucho esta noche. Fue entonces cuando toda la mezcla de emociones que tenía dentro estalló. ¿Me estás amenazando?, grité mientras me ponía de pie y él emitía una especie de carcajada. ¿Pero qué pasa?, ¿por qué la amenaza?, dijo uno de los hombres dominicanos. Lo miré y sin dejar de gritar dije: ¡ustedes son testigos de que esta persona me está amenazando dentro de un espacio institucional! De pronto, el policía volvió a entrar en la habitación mientras otros agentes se acercaban a la sala de espera, seguramente al escuchar el alboroto. Tú me dijiste que no iba a estar, le dije al que me había atendido primero. Me di cuenta de que se me caían las lágrimas y respiraba agitada mientras intentaba hablar. Sentí vergüenza. Entonces se me acercó otro policía y me preguntó qué pasaba. Se identificó como el jefe de la comisaría. Después de hacerle un resumen de lo que había sucedido, le dije que quería saber el número de placa de la persona que me había amenazado. Me contestó que él sólo podía darme el suyo propio, pero que si quería averiguar lo que le estaba pidiendo únicamente tenía que entrar a la oficina donde se encontraba el agente en cuestión y solicitárselo a él. Le respondí que, como era lógico, no iba a meterme a una habitación con quien me acababa de amenazar. Pregunté si no podía realizar la denuncia con algún otro funcionario, a lo que el jefe me respondió que no, que la única persona que en ese momento era la encargada de recibir todas las denuncias era el agente que yo ya conocía. Si quieres, puedes entrar, volvió a señalar en un tono sosegado, perfectamente neutro. Miré una vez más la puerta, antes de salir definitivamente de la comisaría. No fui capaz de entrar.
Al día siguiente, pasé todo el día encerrada en casa, leyendo la ley de seguridad ciudadana y la de extranjería. Comprobé que era obligatorio que los policías dieran su número de placa si una persona se lo solicitaba y me arrepentí intensamente de no haber sido más firme al pedirlo. Busqué estadísticas sobre redadas racistas y leí varios testimonios de afectados en distintos foros y noticias. Era una práctica sistemática que, al mismo tiempo, no era reconocida, pese a que varios organismos internacionales habían certificado su existencia y denunciado su ilegalidad. Se amparaban en la subjetividad de los policías que podían pedir la documentación siempre y cuando hubiese alguna situación de alarma social que lo justificase, aunque no tenían la obligación de especificar cuál era esta. Por supuesto que no reconocían que los criterios para decidir a quién pedirle la documentación tuvieran algo que ver con los rasgos físicos, ni con la posibilidad de encontrar a personas extranjeras sin la documentación en regla. Sin embargo, había organizaciones vecinales defensoras de los derechos humanos que recogían declaraciones que los mismos policías les habían hecho cuando eran cuestionados en el marco de alguna redada. No es mi culpa que los ladrones sean todos ecuatorianos o kenianos, había proferido alguna vez uno de ellos. A cada testimonio que leía, peor me sentía. Pensaba todo el rato en mis compañeros de pared, mis compatriotas, y me preguntaba si alguno de ellos había acabado retenido en un centro. Aunque no hubiera tenido el valor de entrar a esa habitación, me resistía a no hacer nada más. Pregunté a algunos amigos que me recomendaron unos abogados que se especializaban en casos de violencia policía. Me atendieron al día siguiente y, sin cobrarme absolutamente nada, uno de ellos me redactó una denuncia que fui a dejar a los juzgados de Plaza Castilla. Es bastante probable que la archiven, me dijo, pero al menos queda constancia. Además, continuó, lo que sí te recomiendo es que vuelvas a la misma comisaría y que pidas una hoja de quejas. Me advirtió que quizás se mostrasen un poco reacios porque, al seguir cauces internos, esta vía podía llegar a ser más efectiva que cualquier denuncia. Existía la posibilidad de que se aplicasen medidas disciplinarias.
Tal como el abogado me comentó, al principio se resistieron a proporcionarme la hoja. Después de mucho insistir, llamaron al jefe de la comisaría, a quien yo ya conocía. Como no habían transcurrido muchos días, se acordaba perfectamente de mí. Le dije que estaba ahí porque mi abogado me había comentado sobre la existencia de este mecanismo. Asintió y, para mi sorpresa, efectivamente me dio un documento para que lo rellenara. Espero que dejes constancia de que yo me porté de forma correcta contigo y de que estuve dispuesto a darte mi número de placa. Su reacción me produjo una cierta esperanza. Así lo haré, le dije, lo único que realmente quiero es que amenazar y retener a una persona que no ha cometido ningún delito no sea una práctica sin ningún tipo de consecuencia. Al terminar de escribir, le acerqué la hoja, él la firmo y me entregó el justificante de haberla recibido.

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Pasaron bastantes meses sin noticias de ningún tipo. A raíz de lo sucedido, me impliqué en una asociación de vecinos que denunciaba estas prácticas. Descubrí entonces que estaban infinitamente más extendidas de lo que nunca hubiera imaginado. Un día recibí una carta oficial de la policía. Abrí el sobre con cuidado de no romperlo porque era consciente de que había empezado a temblar. A medida que leía la carta, me iba dando cuenta de que se trataba de una respuesta estándar. Decían que lamentaban lo sucedido pero que era imposible identificar al agente que esa noche había estado desplegado en la zona que yo mencionaba. No decían absolutamente nada de lo que había pasado en comisaría. Era como si nunca hubiese ocurrido, como si yo nunca hubiera escrito sobre ese episodio en mi queja. Me quedé paralizada. Pensé en volver para poner otra queja en la que exigiera ver el registro de esa noche en las cámaras de las instalaciones. Era imposible que no hubiera ninguna en la sala de espera, o al menos en la entrada del edificio. Pero el simple hecho de pensar una vez más en ese espacio que, intuía, había dejado para siempre atrás, me horrorizó.
El miedo tiene una forma curiosa de grabarse en nuestra memoria: es invisible pero al mismo tiempo se adhiere a la forma de las cosas y las modifica. En ocasiones, su huella se hace presente a través de lo que no recordamos bien, de los detalles que hemos suprimido. ¿Por qué soy incapaz de recordar cómo era el suelo de la comisaría o si en la sala había alguna ventana? Es como si el miedo experimentado en el pasado fuera todavía tan fuerte que su efecto atravesara mi presente y mi futuro, desdibujando para siempre la comisaría y sus fragmentos más concretos. A lo largo de los años, he vuelto infinitas veces sobre todo lo que sucedió ese día. Al contrario que con el espacio, todavía recuerdo a la perfección las palabras, que vuelven a mi cabeza una y otra vez: ponte contra la pared, vienen a Castilla y, sobre todo, me encanta que todo saliera como lo tenía planeado. Era una amenaza expresada con alegría. Una amenaza que para él era una buena noticia. Mi infructuosa búsqueda de justicia esa noche había sido parte de una estrategia ajena. Todo lo que allí sucediera entraba dentro de lo que esperaba, dentro de los límites trazados por su impunidad. Aún me pregunto si en algún momento fue posible salirme de sus planes, lograr estar fuera de su ámbito de poder y de violencia. ¿Sigue acaso existiendo esa posibilidad? Lo cierto es que llevo años intentándolo y aún no sé si lo he conseguido. Quizás escribir este relato sea un intento de desbordar sus planes, de utilizar sus mismas palabras para revertirlas y transformarlas en una herramienta de memoria y de justicia.