No siempre se recuerdan con precisión los espacios en los que nos han sucedido cosas importantes. Recordamos los movimientos y las palabras, los gestos y las sensaciones que allí acontecieron, pero cuando intentamos recrear una imagen concreta de las habitaciones o incluso de los paisajes, nos damos cuenta de que somos incapaces de hacerlo. Sin embargo, para que un recuerdo se convierta en un relato es necesario algún tipo de escenario, una especie de anclaje a partir del cual desplegar esos acontecimientos pasados. No nos queda más, entonces, que recurrir a la ficción para describir esos lugares que con el tiempo se han desdibujado de nuestra inestable memoria. En todo caso, yo siempre fui más de las palabras, así que no me extraña que sean precisamente los diálogos de lo que sucedió aquel día los que no dejo de revisitar constantemente. En cuanto me detengo en los lugares, comienzo a dudar de los detalles y con frecuencia descubro que hay elementos que he ido añadiendo o quitando con el paso del tiempo.
Podría jurar que no había ninguna ventana pero no estoy segura de no estar transformando el espacio, confundiéndolo con mi angustia y con mi respiración entrecortada. Había algunas personas sentadas, después de todo era una sala de espera, pero soy incapaz de recordar si eran sillas individuales, sofás o incluso bancos pegados al suelo. ¿Eran quizás verdes? Sé que la luz era bastante fuerte y que la sala no era muy grande. Aunque me pregunto si las ganas que tenía de no estar allí son las que hacen que la recuerde tan pequeña. Sé que justo enfrente de mí, ligeramente a la izquierda, había una puerta blanca y cerrada. Sin embargo, no recuerdo si en su superficie había alguna nota con horarios o con alguna denominación que clarificase su función. En realidad, la recuerdo no por la puerta en sí misma, sino porque sé que en un momento se abrió y que la persona que por allí salió me produjo un temblor casi inmediato. Es su apertura lo que la ha fijado en mi memoria, no su relación con el resto de ese espacio que con los años se ha convertido en una imagen esquiva.
No entiendo, le dije, ¿te tengo que denunciar a ti contigo mismo? La sonrisa no se le quitaba de la cara mientras sostenía unos papeles y un bolígrafo. Tan sólo unas horas antes había visto esos mismos brazos hipertrofiados, la camiseta negra ceñida al torso para marcar más todos sus músculos, la hebilla dorada de un cinturón de cuero brillante. Había logrado escapar y ahora me encontraba allí, en la boca del lobo nuevamente. Sólo que en esta ocasión yo misma me había introducido en ella. Parecía que mi indignación había desembocado inesperadamente en una suerte de docilidad, una sumisión fortuita pero inevitable.
Era pleno verano y había quedado con unas amigas para cenar en Embajadores, su barrio. Llevaba dos botellas de vino blanco en la mochila. Eran las 9 de la noche y a esa hora mucha gente estaba retornando a su casa después de una larga jornada laboral. En muchas estaciones de metro del sur de Madrid, esa era una hora en la que varios trabajadores migrantes volvían a sus casas. Yo me tenía que bajar en la parada de Delicias y tomar la salida de la calle Cáceres. Me agobiaba el metro en verano, especialmente los días en los que llevaba falda. En otras ocasiones, me habían hecho comentarios obscenos justo cuando había decidido salir vestida con esa prenda. Así que iba con auriculares, escuchando música y evitando hacer contacto visual con alguien. Al salir, me percaté de que había un grupo de gente alrededor de la boca de metro. Como me pareció que la mayoría eran hombres, subí el volumen para no escuchar si me decían alguna guarrada al pasar y bajé la mirada. Vi muchos zapatos de distintos tipos.
Al final de las escaleras, mientras daba mi primer paso ya en la calle, percibí por el rabillo del ojo que un hombre me estaba diciendo algo mientras agitaba una mano. Con el rostro colorado, aceleré el paso para que la humillación y la vergüenza pasaran rápido. Cuando estaba a punto de respirar con alivio, sentí que alguien me tiraba con fuerza del brazo. De forma inmediata, me obligó a caminar de espaldas, mientras yo intentaba quitarme torpemente los auriculares. Empecé a temblar. El corazón me latía como si fuera un aleteo muy rápido. Fue entonces cuando lo vi por primera vez. Estaba bastante agitado. Vestía unos vaqueros con zapatillas y una camiseta negra que parecía que, de un momento a otro, iba a reventar. Se había puesto una gran cantidad de gel en el pelo para mantenerlo en vertical. Agitaba con la mano algo negro similar a una cartera. No sé bien en qué momento me di cuenta de que era su placa de policía. Inmediatamente se me vino una palabra a la mente: secreta. De modo que así lucía un secreta. Sentí miedo.
No entendí lo primero que me dijo, porque sólo me había dado tiempo a quitarme uno de los auriculares. ¡Tus papeles!, repitió con vehemencia. Mientras me hablaba, no paraba de moverse y de mirar de un lado a otro, siguiendo ocasionalmente con la mirada a alguna de las personas que salían del metro. Me pareció que bailaba o que se movía como un boxeador en el ring, acorralado. Observé un poco y me di cuenta de que había otro policía pidiéndole los papeles a un muchacho delgado y moreno, con toda la pinta de ser latinoamericano, como yo. Secretas, estos eran los secretas. Era una redada hecha por policías vestidos de civil. Sabía de su existencia pero siempre las había imaginado de otra forma, en otros lugares y a otras horas. Nunca salía con el pasaporte por miedo a perderlo, porque sabía que me costaría meses juntar el dinero necesario para renovarlo, pero por alguna casualidad inexplicable, que en ese momento me pareció directamente un milagro, ese día sí lo tenía en la mochila. Así que mientras lo buscaba entre el caos de mis cosas, el miedo inicial fue transformándose en rabia. Me dolía el brazo. ¿Era siquiera legal lo que acababa de suceder? ¿Un policía tenía acaso el derecho de tocarme y tirar de mí bruscamente?
¿No le parece que podría habérmelo solicitado con más educación?, le dije, sin saber muy bien de dónde estaba sacando el valor para canalizar mi rabia. Yo únicamente estaba pasando por allí, no había hecho absolutamente nada que ameritara que me pidieran los papeles y mucho menos que me tiraran del brazo, dándome un susto de muerte. En ese momento, su movimiento frenético se detuvo y la cara se le transformó. Me miró con un desprecio indescriptible. No puedes ir así de empanada por la vida, gritó. ¿Qué pasa si en lugar de ser yo te hubieras cruzado con un ladrón, eh? El equilibro entre mi rabia y mi miedo, entre la vaga consciencia de que debía medir mis palabras y la certeza de que allí se estaban cometiendo injusticias, era absolutamente precario y con cada mirada se tambaleaba aún más. Sin duda un ladrón sería más sutil, quizás incluso más educado. ¿De dónde salían esas palabras? ¿Las estaba realmente diciendo en voz alta? Me miró, primero atónito y luego con más rabia. Sus manos temblaban y era incapaz de encontrar la página con mi información personal y mi fotografía. ¿Necesita ayuda?, le dije. Lo que pasa es que en la foto debes salir aún más fea de lo que eres y por eso me cuesta encontrarte, me dijo con tono burlón. A cada palabra que nos decíamos era evidente que la conversación amenazaba con salirse de los cauces supuestamente neutros de un intercambio pautado. ¿Pero puede acaso haber algo neutro en un procedimiento que tiene como único fin intimidar a la población migrante? A medida que expandía mi área de atención, me daba cuenta de que el despliegue policial en realidad era mucho más grande de lo que había percibido al principio. Un poco más adelante se encontraban un par de coches de policía, esperando. La gente que pasaba por ahí, que salía del metro y no era detenida, empezaba a girarse y a observar con una mezcla de curiosidad y de miedo. Seguramente pensaban que había habido alguna pelea o algún robo, así que algunos simplemente se mantenían a una distancia prudencial para observar lo que estaba sucediendo. Como la situación entre el policía que me interrogaba y yo era cada vez más tensa, inevitablemente empezamos a capturar la atención de la audiencia improvisada que poco a poco se iba conformando.
O quizás es que eres muy torpe porque la mala educación y la torpeza suelen ir unidas, le dije, consciente de que había empezado a tutearlo. Clavó su mirada furiosa en mí y empezó a alejarse un poco. Ponte ahora mismo contra la pared, gritó, mientras se iba con mi pasaporte entre las manos. Apoyada en la pared, junto a otras seis o siete personas, empecé a revisitar todas esas imágenes terroríficas que, a lo largo y ancho del mundo, atormentan a las personas que migran: una larga línea de cuerpos extranjeros acorralados, las cabezas inclinadas como en un rezo, la mirada fija en el suelo, el temblor. Los policías, la migra, los secretas, con el pecho inflado y la cabeza en alto, nerviosos e intoxicados por el goce de encarnar el poder. Escenas de persecución y cacería. La frontera materializándose en esa cruel coreografía aséptica que acecha la cotidianidad de tantas vidas. Y yo recién en ese momento, cinco años después de haber llegado a España, lo experimentaba en carne propia. Por primera vez sentí el desamparo ante la arbitrariedad de la autoridad, la soledad absoluta a pesar de estar rodeada de gente. Se alejó con mi pasaporte entre las manos y tuve la certeza de que, en ese momento, dependía absolutamente de la voluntad de quien me estaba insultando. Lo imaginé haciendo desaparecer mi pasaporte, o reteniéndolo durante un tiempo indeterminado en el que yo quedaría aún más a su merced.
Cuando pude reaccionar nuevamente, después de la parálisis en la que el miedo me había sumido, empecé a mirar a mis compañeros de pared. Muchos sostenían papeles, aferrados a ellos como a una súplica. Vi el terror en sus ojos, en sus gestos, en cómo se movían. Y su miedo me produjo más indignación. Muchos eran bolivianos, como yo. Incluso reconocía el acento de mi ciudad. Esa forma que tenemos de hablar muy despacito, como si nuestro acento estuviera moldeado por la timidez, un poco como hablar pidiendo permiso. Esa dulzura atravesada por el miedo me dio aún más rabia. Y fue esa sensación la que me hizo absolutamente consciente de mi privilegio. Un privilegio en cierta forma azaroso y que nunca he dejado de percibir como una ficción: tener un pasaporte europeo de un país cuya lengua no hablo. La decisión de emigrar de un bisabuelo italiano, del que sólo había visto una foto, era probablemente la causa de que yo pudiera contestarle al policía de una forma distinta a la de mis compatriotas sin exponerme a las mismas consecuencias. Sólo yo podía recriminarle su trato e intentar cuestionar la causa de que nos tuvieran detenidos y arrinconados en una pared sin que eso, esa tímida demanda de justicia, derivara en un expediente de expulsión o en un internamiento arbitrario de varios días o semanas en un centro para extranjeros. Así que, ante la impotencia, saqué de mi mochila un cuaderno y un bolígrafo y empecé a tomar notas.
Primero les pregunté a mis compatriotas qué había sucedido, por qué los habían detenido. Aunque al principio les resultó extraño, lo cierto es que necesitaban hablar, porque los policías habían dejado de escuchar sus explicaciones. Simplemente los tenían retenidos allí mientras iban deteniendo a más gente que sospechaban podía estar en una situación administrativa similar. Para hacerlo, era evidente que se basaban en el aspecto de las personas, en lo que los policías percibían como rasgos migrantes. En algunos casos, eran personas que volvían de trabajar pero que todavía estaban intentando regularizar su situación, así que mientras tanto se buscaban la vida con pequeños encargos de fontanería o carpintería. Alguna de las mujeres volvía de cuidar a una persona mayor, trabajaba sin contrato, por horas sueltas y en varias casas. Es la segunda vez que me paran en este último tiempo, me dijo. Por eso estaba intentando convencer a una de sus jefas para que le ayudase con los papeles, pero de momento, no le quedaba otra que arriesgarse. Iba a trabajar todos los días con miedo, porque sabía que en las redadas podían llevarla directamente a un Centro de Internamiento de Extranjeros y, desde allí mismo, pasadas unas semanas, deportarla. Eso le había pasado a un conocido suyo, que no había podido ni despedirse de su familia: un día en la mañana salió a trabajar y ya nunca volvió a su casa. Viajó con la ropa de trabajo todavía manchada con la pintura de un salón que había dejado a medias.
Cada testimonio me enfurecía aún más, porque cada una de las historias que me contaban, muchas veces al borde del susurro, me mostraba una nueva cara de la violencia institucional, una nueva manifestación de la injusticia que, hasta ese momento, yo no sabía que fuera posible. Al verme con un cuaderno en la mano, el policía que se había llevado mi pasaporte se me acercó nuevamente y me dijo que esperara en silencio a que en comisaría comprobaran mis datos. Entonces vi que, efectivamente, se estaba comunicando por radio con sus compañeros. Quiero saber qué ley ampara que nos puedan tener retenidos aquí por tanto tiempo, le dije con el bolígrafo en la mano, dispuesta a apuntar lo que dijera. Me miró con desprecio y se alejó nuevamente, pero en esta ocasión, yo lo seguí. Aquí nadie ha hecho nada, nadie ha cometido ningún delito, quiero que me digas qué ley justifica que me hayas jalado del brazo y ahora me tengas retenida. ¡Contra la pared!, gritó. Al verlo tan exaltado, su compañero se acercó a ver qué sucedía. Le hice la misma pregunta, y él, que era menos brusco que el otro, me dijo: la ley 1/92 de seguridad ciudadana, ¿cuánto tiempo llevas viviendo aquí? Cinco años, contesté. Pues ya deberías sabértela, dijo mientras se alejaba. ¿Esa ley ampara que tu compañero me toque y que se me retenga sin haber hecho absolutamente nada?, insistí. Ponte contra la pared, por favor.
(Continuará…)