Se alza en televisión en todo su esplendor. El 2023 hace su presentación estelar radiante, henchido, con todos sus trescientos sesenta y cinco días aún por estrenar. Fuegos artificiales, petardos, toda la fiesta para recibirlo. Todo lo que ahora es ruido, y que mañana será silencio. Pero el año acaba de empezar. Y lo recibimos con los carrillos llenos de unas uvas que aún no hemos conseguido tragar, con el cava que nos bebemos para pasarlas, con los besos llenos de babas, con los mejores deseos de salud, sobre todo salud, y trabajo, que no falte. Lo demás ya nos lo apañamos. Y depositamos en él ese pensamiento mágico de que nos traiga cosas buenas, como si pasar de un número a otro tuviera el poder de cambiar algo.
Ahora luce pletórico, sí. Ya tendrá tiempo para aparecer gastado, raído y deslucido a medida que vayan sucediéndose las malas noticias, los desastres grandes y pequeños. Mundiales, personales, cotidianos… Lo miro con distancia, de lejos. Leo 2023 en la pantalla y me suena a futuro. Balbuceo esta idea en voz alta, sin querer. Mi hermano lo escucha, me mira incrédulo y me dice: “Ahora te das cuenta”.
Hace ya unos años que nos hemos instalado en este presente distópico, valga el oxímoron. Fue en la pandemia cuando empezamos a percibirlo. El futuro cayó en descrédito. En unos meses hará ya tres años desde aquel acontecimiento que quebró la idea de realidad que teníamos. Pero en estos tres años han pasado muchas otras cosas. Una guerra que amenazó con convertirse en mundial y ocupó el centro de las preocupaciones, de la que ahora casi no nos acordamos. El calentamiento global y los incendios la apagaron. El auge de las ultraderechas y su discurso demoledor ha dejado de sorprendernos. Encontramos en las noticias de actualidad pinceladas de las mejores novelas distópicas. Una mezcla entre El cuento de la criada, Un mundo feliz Y 1984.
Con este panorama le pedimos poco, bajamos las expectativas para el año nuevo. Entre mis propósitos se encuentran bailar más, cocinar más platos ricos para la gente que quiero, y contribuir a aquello que decían mis amigos de Vetusta Morla: “Allí por donde pasemos, que crezca la hierba”. En la distopía, la vida sigue. Habrá que disfrutar lo que se pueda.