“Conseguimos llevarle más allá de las nubes”, decía el anuncio. Fui hasta la dirección que indicaba. En la puerta me atendió una joven amable, pero ni guapa ni fea, que me condujo hasta el patio de atrás. Herminio, que así se llamaba, era un gigante de los de toda la vida, para que me entiendan, y se hallaba sentado en un taburete diminuto, aunque de tamaño normal. Le conté cuál era mi deseo y él me respondió con una sonrisa de barca. Con delicadeza de merengue me subió y subió, poniéndose de puntillas, hasta el cielo. Entonces, cuando por fin la vi, le di el beso último, el que no pude darle antes de irse, y que me tenía obstruido el conducto del querer. Al acompañarme de nuevo a la puerta, la muchacha ya no me pareció ni fu ni fa.