Es probable que el californiano Ross Macdonald (nacido Kenneth Millar) pueda ser aclamado –así, al menos, lo he defendido yo siempre-, sin duda alguna, como el último miembro de la santísima trinidad de escritores policíacos estadounidenses. Junto con Raymond Chandler y Dashiell Hammett, renovó el género, escribiendo novelas policíacas conformadas por una mezcla entre la decadencia humana habitual, pero también, y por primera vez, por un psicoanálisis freudiano nada frecuente. Su apogeo se produjo entre finales de los años cuarenta, gracias a El blanco móvil (The moving target, 1949), y duró hasta mediados de los setenta, con El martillo azul (The blue hammer, 1976). Después de Chandler y Hammett, bastará un vistazo a algunos de sus libros para que uno pueda decir, sin lugar a dudas, que la del detective Archer es la mejor serie de novelas policíacas jamás escrita por un estadounidense. De todas formas, en lo que respecta a la inclusión de Macdonald en esa santísima trinidad, antes mencionada, no se trata de ninguna coincidencia. Macdonald hizo explícita su herencia literaria, de hecho, al llamar a su investigador privado Archer (el nombre se lo sugirió el colega asesinado de Sam Spade, Miles Archer, en El halcón maltés, de Hammett). Archer, como Spade y el Philip Marlowe de Chandler, es un detective duro y lacónico, un hombre que puede bromear con los gánsteres y sus mujeres mientras hace justicia en los oscuros rincones de la soleada California.
Incluso el elenco de personajes reunido por Macdonald resulta familiar: los ricos ociosos y sus hijos caprichosos y descuidados, los solitarios y los vagos preocupados por matrimonios inadecuados o propiedades robadas. El novelista aporta a todos esos escenarios una imaginería poética y filosófica a menudo sorprendente, dejando para la posteridad párrafos que, a menudo, parecen versos, y permanecen con el lector toda una vida; párrafos que desmenuzan, con brillantez, personajes y estilos de vida a la par. Macdonald se diferencia, empero, de sus predecesores literarios, por su exploración de las profundidades metafísicas, al escribir no solo sobre transgresiones legales sino también sobre una cierta tragedia de vivir. Lew Archer sigue siendo, como sus predecesores, un hombre duro y audaz, con buen ojo para las mujeres y gusto por el licor, pero poco a poco se convierte, ante nuestros ojos, en algo más profundo: bajo su ruda apariencia es compasivo. En La mirada del adiós (1969), por ejemplo, Archer pronuncia una frase que habría sido impensable para Sam Spade: «Tengo una oculta pasión por la compasión […]. Pero lo que sigue recibiendo la gente es justicia»[1]MACDONALD, Ross. 1984. La mirada del adiós. Barcelona: Orbis, p. 246. Es un detective contemplativo. Cuando le ofrecen un soborno en Costa Bárbara, Archer sale al principio con una ocurrencia à la Marlowe: «Solo serviría para convertirme en un sinvergüenza. Además no podría pagar los impuestos sobre eso. […] No me pertenecería, yo le pertenecería a él»[2]MACDONALD, Ross. 1967. «The Barbarous Coast», en Archer in Hollywood. New York: Knopf, pp. 519-520.
A lo largo de una serie de dieciocho novelas, Archer se convirtió en algo paradójico: un personaje memorable del que el lector no sabe casi nada, hombre de frases contundentes que en realidad, y sobre todo, lo que sabe es escuchar. Lo que nos importa aquí es que su detective deviene una suerte de terapeuta, un hombre cuyas acciones se dirigen en gran medida a reconstruir las historias de las vidas de otras personas y a descubrir su significado, casi a modo de, en las propias palabras de Macdonald, «conciencia en la que emergen los significados de otras vidas»[3]NOLAN, Tom. 1999. Ross Macdonald: a biography. New York: Scribner, p. 251. Macdonald siempre insistió en que Archer no era el centro de la historia. Quizá porque las otras personas, aquellas cuyos problemas investiga Archer, eran para él lo verdaderamente primordial. Uno diría que Macdonald no se limitaba a escribir sobre el crimen, sino que lo hacía sobre el pecado. Pero no hay aquí un tinte calvinista, pese a todo, sino que Archer, en lugar de señalar con el dedo a las faltas de los malhechores, muchas veces se sienta a escuchar una confesión y nosotros, como lectores, terminamos por sentir cierta simpatía por el asesino. Los criminales de Macdonald son, a menudo, seres humanos frágiles que se resarcen de las injusticias que otrora han sufrido. Y Dios sabe que la mayoría de los personajes de sus libros han sufrido: abandonados por sus parejas o sus padres, obligados a enfrentarse a secretos familiares inesperados, sin amor ni dinero. La ruptura de, como escribe Kreyling, «ciertas portadas de una vida familiar suburbana e idealizada»[4]KREYLING, Michael. 2005. The Novels of Ross Macdonald. Columbia: University of South Carolina Press, p. 136. En realidad, Macdonald había pasado por lo mismo: abandonado por su padre, su madre se lo llevó a Canadá, donde itineró por los hogares de varios parientes. Fue luchador callejero y ladrón de poca monta, mucho antes de terminar escribiendo una tesis doctoral sobre Coleridge y casarse con otra célebre escritora de novelas de misterio, Margaret Millar.
Esa vida, marcada por la tristeza un matrimonio desventurado y la muerte de su única hija, drogadicta, parece, desde luego, un libro suyo. Así es como escribió, quizás, de forma tan convincente sobre familias disfuncionales y melancolía conyugal. De todas formas, la cuestión decisiva es haberse sometido a terapia psicoanalítica a finales de los cincuenta. Es cierto: demasiado Freud puede ser el beso de la muerte para la imaginación de muchos escritores, y, sin embargo, fue el diván lo que le abrió los ojos a nuevas posibilidades artísticas[5]KARYDES, Karen Huston. 2016. Hard-Boiled Anxiety: The Freudian Desires of Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Ross Macdonald, and Their Detectives. Salisbury: Secant. Como declararía el propio Macdonald, «Freud fue una de mis dos o tres mayores influencias. Convirtió el mito en psiquiatría, y yo he intentado volver a convertirlo en mito»[6]SPEIR, Jerry. 1978. Ross Macdonald. New York: Frederick Ungar, p. 7. Macdonald se dio cuenta de que podía tomar las tragedias de la vida ordinaria y convertirlas en epopeyas. Podía tomar el sufrimiento contemporáneo y convertirlo en algo mítico. Utilizando a Lew Archer como una especie de máscara de soldador, con la que manejar material candente, podía forjar una narrativa moderna sobre California que pareciera atemporal y clásica. Esa ambición se hizo patente en El caso Galton, por ejemplo, la novela que muchos consideran su mayor éxito. Además de ser una apasionante novela policíaca, es también un cuento de hadas en el que un niño huérfano de padre es transportado del asilo de pobres al castillo. Hay ecos tanto de Edipo como de la propia vida de Macdonald. Como ha señalado un crítico, cuando Archer abre una maleta y percibe «olor a tabaco, aire de mar, sudor y ese aroma indescriptible que revela la soledad masculina»[7]MACDONALD, Ross. 1997. «The Galton Case», en Lew Archer Omnibus III. London: Allison & Busby, p. 34, es probable que Macdonald esté describiendo el olor nostálgico de su propio padre, marino.
Por más que puedan encontrarse, y sin dificultad, ecos de Heráclito, Parménides o hasta Nietzsche en sus obras, uno no pensaría que la novela de detectives se adapta a una revisión de las mitologías clásicas, pero Macdonald había leído lo suficiente como para saber que una tragedia tiene que ser prefigurada, en cierto modo anunciada por el destino, de la misma manera que un whodunit tiene que insinuar el quién, el who, mucho antes de la conclusión real. Pero no quería simplemente jugar con el lector a un juego de salón, sacando un conejo blanco de la chistera al final. Quería que el lector entendiera por qué se había cometido un crimen, quería mostrar cómo el pasado había vuelto para atormentar el presente. En el caso de Macdonald, como en Chandler o Hammett, el meollo, lo importante, no estriba en quién cometió el asesinato, sino que el verdadero misterio es quién es realmente esa persona, qué máscara porta en la narración. En sus novelas, tan llenas de secretos familiares, uno puede saber quién cometió un crimen hace diez años, pero ya no ser capaz de reconocerlo. Por eso las resoluciones de sus novelas son tan satisfactorias: como lectores, nos sorprende mucho menos quién ha cometido el crimen que dónde se ha escondido durante toda la narración.
Un miembro del elenco se revela llevando una máscara, asumiendo una identidad que no es la suya: una constelación familiar se muestra como una farsa, una pareja que se había presentado como hermanos son en realidad amantes, personas que uno creía eran madre e hijo están en realidad casadas. La poesía de Macdonald lo inundará todo, como en este fragmento de Los Maléficos (The Doomsters, 1958): «Yo era un ex poli y las palabras salieron con dificultad. Pero tenía que decirlas si no quería quedarme todo el resto de mi vida con la vieja foto en blanco y negro, la idea de que había sólo gente buena y gente mala, y que todo saldría a pedir de boca si la gente buena encerraba a la mala o la aniquilaba con armas nucleares pequeñas y personalizadas. Era una idea muy reconfortante y vigorizante para el ego. Durante años la había utilizado para justificar mis propias actividades, combatir el fuego con el fuego y la violencia con la violencia, acometiendo empresas inútiles mientras la gente moría: un Tarzán ligeramente sujeto a la tierra en una jungla ligeramente paranoide. Paisaje con figura de mono pelón. Ya iba siendo hora de que cambiase la foto por otra que incluyera algunos de los matices más sutiles»[8]MACDONALD, Ross. 1987. Los Maléficos. Barcelona: Círculo de Lectores, p. 427.
De todas formas, aunque ciertamente daría, como vemos, para un largo análisis, mucho más extenso que estas notas sucintas, lo que me trae aquí hoy es Harper, investigador privado (Jack Smight, 1966), la adaptación cinematográfica de El blanco móvil, precisamente el debut literario de Macdonald y su Archer. Poco antes, William Goldman, después afamado novelista (La princesa prometida, Marathon man) y premiado guionista (Dos hombres y un destino, Las esposas de Stepford, Todos los hombres del presidente), admirador de la literatura de Macdonald, había elegido esa primera novela para adaptarla, a petición del productor Elliot Kastner. Éste, por su parte, era aficionado también a la novela negra, como se puede colegir de sus magníficas adaptaciones de Chandler: El largo adiós (Robert Altman, 1973), Adiós muñeca (Dick Richards, 1975) y Detective privado (Michael Winner, 1978), con dos Marlowe muy distintos, a los que dieron vida Elliot Gould y Robert Mitchum; así como una de Lawrence Sanders, a partir de su desoladora El primer pecado mortal, que protagonizaría un Frank Sinatra en plenitud dramática, en 1980. Por cierto que el guion de Goldman le fue ofrecido primero a Frank Sinatra, que lo rechazó –luego daría vida al divertido Tony Rome, el detective de Miami creado por el novelista Marvin H. Albert- y luego a Paul Newman. El nombre del personaje principal, de hecho, se cambió de Archer a Harper primero porque los productores no habían comprado los derechos de la serie completa, solo los de la novela, y Newman insistía, además, en que la letra H le traía suerte para los títulos de sus películas.
El encargo, como director, recayó finalmente en Jack Smight, bastante desconocido entonces, que encontró arriesgado, aunque no carente de interés, intentar una historia de detectives privados en pleno apogeo de los 007 y sus copias. En la cima de su fama, Paul Newman, todavía joven y garboso, se metió por primera vez en la piel del detective privado Lew Harper (la segunda sería la interesante Con el agua al cuello, una década después, y la tercera, aunque no oficial, para mí, Al caer el sol, en 1998, con el detective retirado Harry Ross). Este atípico y entrañable sabueso, Lew Harper, es un detective privado de nueva escuela, como él mismo dice tan acertadamente, que ya no lleva gabardina ni sombrero, y ha substituido el cigarrillo en la boca por un chicle que masca sin cesar. De todas formas, como en cualquier novela policíaca que se precie, este cínico y endurecido detective investigará un caso cada vez más extraño –la desaparición de un sórdido hombre de negocios y padre de familia-, deambulando por todas partes, haciendo amistades bastante dudosas basadas en falsos pretextos y desenmascarando secretos familiares. Aunque el guion recurra a algunos trucos clásicos del género, la película sigue siendo una excelente aventura en la que la clase de Newman inunda la película de un magnetismo único. Constantemente demacrado, interpreta a un Harper obsesionado con su trabajo, que descuida su divorcio y los encantos de cualquier femme fatale.
– Eres contratado solo para descubrir bajezas.
– Y siempre confío que será para algo bueno. El Príncipe Encantado mandándome en busca de Cenicienta.
Este sencillo diálogo entre Paul Newman y Arthur Hill, al final de la película, casi podría bastar para resumir la trama, adivinar el tono y acercarse al personaje de Harper, durante su primera conversación con el personaje de Lauren Bacall. Veinte años después de El sueño eterno, de Howard Hawks, rodada en el mismo plató de la Warner y protagonizada por la misma actriz que se había dado a conocer en aquel célebre clásico, Harper habría de marcar el renacimiento del cine policíaco a mediados de los años sesenta. Mientras tanto, el Mike Hammer de Robert Aldrich en El beso mortal (1955) había sacudido la imagen de este personaje recurrente en el cine negro estadounidense, prácticamente nacido con la inolvidable aparición del Sam Spade interpretado por Bogart en la obra maestra de John Huston El halcón maltés, en 1941. Sirva todo este pequeño atajo por la historia de los detectives en el cine americano para decir que la película de Jack Smight no tiene nada de qué avergonzarse en comparación con sus ilustres predecesoras, y que probablemente debió de ser vista y apreciada por Robert Altman cuando él mismo decidió adaptar El largo adiós.
Como ocurre con la mayoría de las películas de este género, la trama parece compleja y embrollada a primera vista, porque el guion urdido por Goldman es fiel, en su práctica totalidad, a la novela original, y además de ofrecernos una historia con buen ritmo, no duda en tomar caminos secundarios para enriquecer y dar vida a toda una galería de personajes extravagantes (más o menos fuera de onda, más o menos conmovedores en su mediocridad) sin caer en el pintoresquismo general. Además, gracias al inmenso talento de la bellísima y extraordinaria Janet Leigh, la relación entre Harper y su esposa será recordada durante mucho tiempo, sobre todo durante la hilarante escena de la improvisada llamada telefónica en la que el detective se hace pasar por otra persona, o durante su intento de reencuentro, que por supuesto acaba en un desgarrador fracaso a pesar de una complicidad que sigue muy viva.
Los títulos de crédito iniciales marcan inmediatamente un tono un poco atípico para un cine negro de la época, el de una crónica intimista, mostrándonos una escena de la vida cotidiana del detective, en este caso un difícil despertar y la preparación del desayuno en su destartalada cocina; habiéndose quedado sin café, recupera, abatido, el viejo filtro de su cubo de la basura. Un inicio solo igualado, más tarde, por el de la secuela de Rosenberg, Con el agua al cuello (algo inferior a la película que nos ocupa, pero también de sumo interés), o la de la antedicha obra maestra de Altman, donde Marlowe, que duerme en demodés atavíos, es molestado y despertado por su propio gato, para que le dé su comida (sic). Sí, la clase de los Bogart / Spade / Marlowe ha dado paso a un estilo más realista de detective privado: hombres cansados y desilusionados, mucho más humanos y que aún consiguen mantener su integridad –¿de lo contrario seguiría Harper viviendo tan miserablemente?-, poseedores también de cierta capacidad de comprensión y don de la compasión. Por otra parte, Harper hereda de sus predecesores la misma ironía, el mismo humor corrosivo, la misma burla, con la despreocupación añadida para ocultar un malestar que solo podemos adivinar. Paul Newman brilla en el papel, que parece hecho para él, y sus maneras relajadas y el humor están constantemente presentes.
Citemos, como ejemplo, a la esposa de un multimillonario que quiere encontrar a su odiado marido (Lauren Bacall); una hija desequilibrada, lindando con la ninfomanía, que odia a su padre por igual y se lanza a por cada hombre guapo que se cruza en su camino (Pamela Tiffin); una cantante drogadicta y voluble (Julie Harris), el falso gurú de una secta ominosa (Strother Martin), que sirve como tapadera al negocio de explotación de mano de obra inmigrante que otro dirige (Robert Webber); una ahora obesa exvedette, caída en desgracia (Shelley Winters); un playboy ocioso (Robert Wagner), así como la propia ex mujer de Harper (Janet Leigh, soberbia e inolvidable a pesar de su escaso tiempo en pantalla) y su mejor amigo (Arthur Hill, también magistral y conmovedor). No se suele decir, pero Harper es también una maravillosa película sobre la amistad. Basta con ver los maravillosos diez últimos minutos, que no desvelaremos aquí, y el asombroso plano que la cierra para convencerse.
Por su parte, además de un reparto de primer orden, convendría destacar, ya en el apartado técnico, la dirección fluida y esa composición jazzística muy sofisticada y con mucho swing que reviste todo el filme, a manos de Johnny Mandel. El tema original de la película recibió, por cierto, y esta es una nota para los aficionados al jazz, una exquisita adaptación por parte del batería Ed Thigpen, en un disco del mismo año que incluye, en su elenco, nada menos que a Kenny Burrell, Ron Carter, Clark Terry o Herbie Hancock. Maravillosamente fotografiada por Conrad L. Hall –en un formato Scope de sabia utilización-, esta larga investigación, en la que Harper se desenvuelve entre la depravada fauna de la Costa Oeste, se toma su tiempo; el honesto detective ofrece, gracias a la interpretación de Newman, una serie de divertidos tics, trucos, mohines y pequeñas ocurrencias, y por supuesto, como suele ser habitual en el género, la investigación en sí no tiene nada de emocionante, y no nos importa si Harper encuentra o no al hombre desaparecido, sino que el encanto reside en otra parte, en las vistas de Los Ángeles, en ese humor sesentero tan característico, y en la forma en que Harper corta definitivamente el cordón umbilical con la tradición de los años cuarenta, por más que ciertos estilemas nos recuerden a éste, como es el hecho de que Lauren Bacall, que interpreta a la persona que contrata a Harper, aparezca paralítica, tras un accidente de equitación, y evoque, inevitablemente, una asociación con El sueño eterno, en la que la propia Bacall interpreta a la hija del cliente de Marlowe, el general Sternwood, que está en silla de ruedas.
Con un eficaz montaje a cargo de Stefan Arsten –cuya valía se puede comprobar, más tarde, también en las excelentes El Compromiso (Elia Kazan, 1969) o Fedora (Billy Wilder (1978)-, este detective renovado no ceja en perseguir la conclusión de su trabajo hasta el amargo final, ya magullado, golpeado y maltrecho, física pero también emocionalmente. Es como si este trabajo sucio encomendado hubiera llegado a ejercer cierta fascinación sobre él. Se aferra a su labor y olvida todo lo demás, no cesa de hacer sufrir a su mujer y aplazar su divorcio, entregado en cuerpo y alma al trabajo. El personaje del detective privado se actualiza y se beneficia de la aportación personal de Paul Newman, que contribuye en gran medida a modernizarlo. Como en toda buena película de detectives, el detective tiene que impresionar. Fue antes el caso de Bogart, que inspiraba confianza y simpatía desde el principio, frente a la proverbial rigidez y la naturaleza ligeramente idiota de los policías clásicos (a menudo ridiculizados en Harper también, gracias al sheriff y a su ayudante, que interpretan, respectivamente, Harold Gould y Martin West). Estos sabuesos tenían que ser el epítome de la frialdad, la picardía, la astucia y la ironía. Bogart había dado un ejemplo casi definitivo en este sentido.
Newman lo lleva aún más lejos, lo desarrolla hasta la sensualidad. No se deja ahogar por la moral, tiene una forma muy personal de hacer café, un viejo Porsche, una despreocupación y una sorna infalibles en casi cualquier situación. En resumen, Newman no tiene grandes competidores en este registro. Siempre es irónico, sonríe, es frío y astuto en todas las circunstancias, incluso cuando es apaleado. Aunque la investigación esté llena de giros, aunque le empuje por todas partes y la historia consiga cautivar al espectador, es sobre todo por él, Newman, por quien vemos la película. Porque su compostura, su desenfado en todas las circunstancias, captan la luz. Sonreímos ante su discreta y constante distancia irónica de todo. Ciertos aspectos obsoletos, como el propio detective, añaden encanto al conjunto. Porque todo está ligado a la perfecta composición del actor, que confiere a la película una increíble fuerza despreocupada. Uno se sumerge en este mundo irónico con diversión. Y la película, que podría haber acabado convertida en un disparate, se mantiene unida por esta investigación cautivadora e increíble; por su fabuloso reparto, por su actor principal en pleno control de su interpretación; por este mundo excéntrico y divertido de los años sesenta (cuya diversión y ligereza son perceptibles aquí). Estos elementos confieren a Harper una eficacia sorprendente, probablemente nostálgica. Una elegancia relajada que se ha convertido en una rareza en el cine y en la vida.
Película ya emblemática donde las haya, el detective y toda la serie de personajes con que se cruza representan, en cierto modo, a una América en descomposición. Y aun así, esta dolorosa realidad social no es el tema, sino solo el telón de fondo de la trama, porque lo importante, el arte del guion en el cine negro, consiste en encontrar el justo equilibrio entre el desarrollo lineal de la acción y el retrato de los personajes que conocemos. Lo que importa es el punto de vista del detective, y solo el suyo. Lo que es, desde luego, algo menos clásico es la forma en que se revisa el género: mientras el entorno social de los detectives de Bogart –léase, igual, Dick Powell o Robert Montgomery- es más educado y puritano, y solo los matones se saltan las reglas del decoro, en esta década de los sesenta todo el mundo vive y habla con vulgaridad, sin preocuparse de la opinión ajena. Estamos a finales de los sesenta y la sociedad ha cambiado: el magnicidio de Kennedy, la guerra del Vietnam, la amenaza roja… aquí, el uso del color y de la pantalla ancha indican también, a su modo y manera, cómo la delincuencia se ha acomodado ahora a la luz y a los espacios abiertos. La forma de moverse ya no es la misma. Los cuerpos son más atléticos, más deportivos que en las películas de Bogart. En la apariencia, en los diálogos, en la vestimenta, pero también en las ricas imágenes en Technicolor, todo se distingue visualmente del cine negro clásico. Y sin embargo, Harper es un héroe tradicional, al que, pese a querer hacer lo correcto, su actitud le cuesta el reavivado amor de su esposa Susan, de la que está distanciado, y uno no sabe nunca si tal sacrificio merece realmente la pena. Los tipos como Lew Harper –que procura, como insiste Vázquez de Parga, ayudar al prójimo, disimular sus defectos y solucionar sus problemas porque aún cree en la Humanidad y en su futuro[9]VÁZQUEZ DE PARGA, Salvador. 1986. De la novela policíaca a la novela negra. Los mitos de la novela criminal. Barcelona: Plaza & Janés, p. 244- ya no están de moda, en un mundo burgués y decadente en el que, a diferencia de la Weltanschauung del detective, la serenidad y el código de honor ya no van de la mano.
El hecho de que Harper sea menos malhablado que sus hermanos de espíritu también significa que se enzarza en rápidas batallas verbales al estilo screwball con varios participantes, que Goldman ha plasmado sobre el papel de forma muy aguda. Puede que el director Smight sea más un veterano –Así no se trata a una dama (1968), Aeropuerto 75 (1974) o La Batalla de Midway (1976) que un autor con visión personal, pero con el guion y el reparto ha conseguido crear un sólido neonoir preñado de ingenio, brío y estilo. Una emocionante, irónica y fracturada historia de detectives, con un protagonista que, lejos de destacar como corredor de fondo de la investigación privada, termina por disiparse en un invierno de descontentos, que se ha tornado verano con el sol glorioso de California, y todas las nubes que se encapotaban sobre la casa de América parezcan sepultadas en el hondo seno del océano californiano. Lo cierto es que, en algún momento, las tramas de la novela y el cine policíaco dejan de importarnos. Lo que queda, lo que importa, es todo lo demás. Y esto no es, desde luego, poco.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | MACDONALD, Ross. 1984. La mirada del adiós. Barcelona: Orbis, p. 246 |
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↑2 | MACDONALD, Ross. 1967. «The Barbarous Coast», en Archer in Hollywood. New York: Knopf, pp. 519-520 |
↑3 | NOLAN, Tom. 1999. Ross Macdonald: a biography. New York: Scribner, p. 251 |
↑4 | KREYLING, Michael. 2005. The Novels of Ross Macdonald. Columbia: University of South Carolina Press, p. 136 |
↑5 | KARYDES, Karen Huston. 2016. Hard-Boiled Anxiety: The Freudian Desires of Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Ross Macdonald, and Their Detectives. Salisbury: Secant |
↑6 | SPEIR, Jerry. 1978. Ross Macdonald. New York: Frederick Ungar, p. 7 |
↑7 | MACDONALD, Ross. 1997. «The Galton Case», en Lew Archer Omnibus III. London: Allison & Busby, p. 34 |
↑8 | MACDONALD, Ross. 1987. Los Maléficos. Barcelona: Círculo de Lectores, p. 427 |
↑9 | VÁZQUEZ DE PARGA, Salvador. 1986. De la novela policíaca a la novela negra. Los mitos de la novela criminal. Barcelona: Plaza & Janés, p. 244 |