«Porque Tuyo es el Reino / Porque Tuyo es / Tuya es la Vida / Porque Tuyo es el / Así es como acaba el mundo / Así es como acaba el mundo / Así es como acaba el mundo / no con una explosión sino con un gañido»[1]ELIOT, T.S. 1963. Collected Poems: London: Faber & Faber, p. 92. He aquí un misterio que, como toda forma, requiere un modo de lectura y cuya lectura, al ser a la vez lírica y litúrgica, habrá de pertenecer, por mérito propio, al orden de lo complejo: implica tanto la lectura total, búsqueda de todos los sentidos, como la propia participación en la liturgia. Lo cierto es que Los hombres huecos, si queremos empezar por Eliot y esa cita que pertenece a la doxología, antes del rito litúrgico de la paz, es el poema de una profunda crisis de conciencia, en el que, a través de la forma litúrgica, el poeta intenta establecer con el lector una relación análoga a la que permite la participación en una liturgia. Comparte su problema, lo explicita, para aliviarlo. Sin embargo, algo de este lenguaje permanece prisionero, en lugar de liberarse, y nos atrapa con y en él por la propia forma. Al lector, hechizado a través del lenguaje, se le congrega ante el altar de la palabra. Por qué un hombre tan comedido y discreto como Eliot, vate de la tierra estéril, haciendo resonar la música del verso corto que induce al trance, que despoja al mundo de su realidad, dejando sólo apariencias o fragmentos de realidad, sintió la necesidad de imponer su obra a los demás… es un misterio que algún día habrá que desentrañar. ¿Qué es lo que se describe en Los hombres huecos? Un mundo vacío, «mandíbula rota de nuestros reinos perdidos»[2]Ibíd., p. 91, poblado por sombras, hombres tullidos hechos de paja. Al final del poema, la enunciación empieza a tartamudear. La frase ritual se rompe, desintegrándose en un encantamiento de la nada.
Vayamos ahora algo más lejos, pues ni siquiera son Eliot o la liturgia los que van a protagonizar estas líneas. O no del todo. Me refiero a que es precisamente ese final doxológico lo que Greene elige como título para su novela, El Poder y la Gloria, publicada en 1940, para continuar el cuestionamiento de un mundo vaciado de sustancia y espiritualidad. Adelantado a la explosión de materialismo que asolaría –y aún lo hace- los tiempos venideros, Greene mantuvo la figura emblemática del hombre hueco, de paja, que asociaba con su traidor. Pero para retratar el México intolerante, el escritor rechaza el método modernista. Opta por la eficacia realista y la explicitud. Su escritura es por tanto referencial y juega con el impacto visual, pienso que para plantear el problema del poder de las palabras y explorar la lógica performativa de toda ideología. Greene solía subrayar no sin cierta chanza su impugnación de la fluidez modernista. En El tercer hombre, Rollo Martins acepta dar una conferencia sobre literatura moderna para prolongar su estancia en Viena. En un momento dado, a Martins, cuyos conocimientos literarios no van más allá de Zane Grey, se le pide que dé su opinión, entre otras cosas, sobre la corriente de conciencia, término que por supuesto desconoce, y luego que diga dónde sitúa a James Joyce, un nombre que tampoco le es familiar. Martins, una especie de Marcial Lafuente Estefanía de su época, no es en absoluto el doble del propio Greene, naturalmente, pero el guiño pone de manifiesto, sin duda, la desconfianza de Greene hacia los modernistas. En un breve ensayo, secuestra la imagen del tren utilizada por Virginia Woolf en su defensa del modernismo e ironiza sobre la prosa de Dorothy Richardson, un largo tren «que transporta su vergonzosa carga: la corriente de conciencia»[3]GREENE, Graham. 1966. The lost childhood and other essays. New York: Viking Press, p. 84. Para Greene, los personajes de Woolf o Forster, al haberse perdido el sentido religioso de la novela inglesa y, con él, el sentido de la importancia del acto humano, «vagan como figuras de cartón por un mundo tan delgado como el papel»[4]Ibíd., p. 69.
Así pues, rechazando la experimentación modernista, ya sea discreta como en Forster o profundamente innovadora como en Woolf y Joyce, Greene opta por una retórica realista a la antigua usanza. Mucho más que El revés de la trama y El final del affaire[5]Ambos publicados en España y accesibles al público, gracias a la editorial Libros del Asteroide., las otras novelas de la trilogía, El Poder y la Gloria habrá de apoyarse en el uso sistemático de ciertos rasgos estilísticos: los puntos suspensivos, la concatenación de puntos y comas o dos puntos y, sobre todo, las comparaciones. La elección de la comparación implica una verdadera dinámica de escritura. La expresión vacila al borde de la metáfora, pero no se atreve a dar el paso y sigue siendo explícita. Sin embargo, de lo que se trata aquí es de hacer que la lectura tropiece, de darle un ritmo, una relajación, de hacer que la expresión brinque y retoce. Greene rechaza la metáfora porque intuye la energía de la comparación, una máquina bloqueada hace tiempo, destronada por la metáfora romántica y devenida, solo más tarde, modernista. No se trata de lograr una fusión metafórica ni de captar la chispa de lo imaginario, sino, muy al contrario, de crear una brecha, de sacar de la realidad la abstracción que contiene, o de la abstracción lo concreto, utilizando la palabra como. Veamos dos ejemplos: «se bebió su brandy como una condena»[6]GREENE, Graham. 1977. The Power and the Glory. New York: Penguin, p. 169 (todas las citas, en adelante, estarán extraídas de esta edición y consignadas entre paréntesis). y «la vida de antes se le despegó como una etiqueta» (94), igual que si se tratara de encajar en el pliegue del estilo, de reducir sistemáticamente lo abstracto a lo concreto, señalando al mismo tiempo el cruce, el salto que permite pasar de un nivel a otro. Recordemos el registro darwiniano aplicado a los caninos vampíricos del traidor: «como los dientes de esos animales extinguidos hace tiempo, que aparecen engastados en la arcilla» (84), la logorrea de este mismo traidor ebrio de confesión, comparado con el petróleo que brota para perderse en el fango o la toma de conciencia por el sacerdote de sus propios límites, convirtiendo su aspiración ética en una bestia de carga estrecha de miras: «El deseo de proteger a alguien debe hacerse extensivo a todo un mundo, pero él lo sentía acorralado y doliente como un animal maniatado al tronco de un árbol» (83).
La comparación es la puntada, la sutura imperfecta pero sistemática, el operador de resonancia entre lo abstracto y lo concreto, que nos recuerda la dimensión ética pero también el carácter problemático de toda elección y, por tanto, de toda narración teleológica y católica, ya que tenemos que hacer el esfuerzo, así se nos exige, de creer tanto en lo concreto como en lo abstracto, tanto en el régimen de este mundo como en un referente divino. Para Greene, pues, todo es siempre una cuestión de comparación. Comparar es, ante primero que nada, ir a inspeccionar sobre el terreno. «Nuestro interés está en el filo peligroso de las cosas», clama Greene, en Una especie de vida, citando los versos de la Apología del Obispo Blougram, de Robert Browning, que podrían haber servido de prefacio a todas sus novelas[7]GREENE, Graham. 1971. A sort of liFe. New York: Simon and Schuster, p. 117, pero ese filo peligroso, ese equilibrio inestable –las virtudes del extremo, como le llama el profesor Baldridge, en su magnífico ensayo sobre Greene[8]BALDRIDGE, Cates. 2000. Graham Greene’s fictions: the virtues of extremity. Columbia, Missouri: University of Missouri Press-, podría corresponder con la misma facilidad a sus relatos de viajes. A Greene le gustaba abordar diversos estilos de escritura, desde la crítica cinematográfica hasta el artículo, desde la narración autobiográfica hasta el relato de viajes, desde la novela de tesis hasta la novela de entretenimiento, pero los compartimentos no son, en ningún caso, estancos. Lo fascinante, por ejemplo, de un diario de viaje como Los caminos sin ley (1939), diría que luego transpuestos en El poder y la gloria, es la forma en que el viaje se vuelve vertiginoso, rozando la pulsión de muerte, como si fuera en la frontera misma de la existencia donde la cuestión de la Fe, de la existencia de Dios, pudiera definirse con mayor precisión; donde no vio prácticamente nada de las ruinas mayas, tan agotado estaba por el agotador viaje en mula, las garrapatas, la fiebre, la migraña y el calor sofocante. Greene decidió intentar el viaje a Las Casas, todavía a lomos de una mula, porque el avión prometido no había llegado y no llegaría a tiempo. Quiere ver la Semana Santa en Las Casas –donde la religión está prohibida, en principio, pero parcialmente tolerada, a diferencia de Tabasco- y la verá cueste lo que cueste, aunque empiece la temporada de lluvias y todo el pueblo le diga que es una locura.
Durante este viaje por Chiapas, en el barro, la lluvia, el miedo, el agotamiento, cueste lo que cueste, Greene busca «modelos de acción y de un entorno acorde con la dignidad humana»[9]COUTO, Maria. 1988. Graham Greene: on the frontier. Politics and Religion in the novels. Houndmills, Basingstoke, Hampshire and London: The Macmillan Press, p. 10, sensaciones cercanas, pues tiene que arrancar de este país la sensación de riesgo que pueden sentir los que están realmente en peligro, y no allí como turistas; quiere confrontar el espacio, crear una línea de intensidad, hasta el puro afecto, en una relación que se acerca peligrosamente al odio más que a la exaltación: «En algunos de mis viajes hay un ligero elemento de ruleta rusa, creo, una forma muy leve», dirá Greene en una entrevista[10]DONAGHY, Henry J. 1992. Conversations with Graham Greene. Jackson and London: University Press of Mississippi, p. 49, aludiendo a los demonios de su adolescencia. Cartografiando México a petición de sus editores (Los caminos sin ley incluye un mapa muy sencillo con pequeños dibujos, un avión y una mula), Greene buscaba ante todo desterritorializar, abordar la Fe como el resurgimiento de un impulso irrefrenable por la vida frente a la maquinaria de guerra dirigida por el Estado. Si llega a odiar a México, es porque la línea de fuga y el viaje iniciático se le escapan, a pesar de los campesinos arrodillados, con los brazos en alto, y de los indígenas cuya lengua Greene no habla. A la fantasía inicial de integración (alguien le dice que uno de cada dos mexicanos se llama Greene) le sigue el rechazo, en un momento en que las sanciones extranjeras contra la nacionalización del petróleo generan animadversión hacia los intrusos extranjeros.
Pero de esta experiencia surge una novela extraordinaria como El Poder y la Gloria, capaz de burlarse de la hagiografía (parodiada por el piadoso relato de la madre de Luis), inspirándose en los rumores recogidos por el camino. La anécdota (el nombre de pila equivocado puesto por un cura borracho que resiste a pesar suyo) se desarrolla: el nombre de pila puesto a un niño, Brígida, es ahora un síntoma, un acto fallido que revela el arrepentimiento del cura, su sed de amar a su hijo ilegítimo que le rechaza, es uno de esos equilibristas oximorónicos que se tambalean en la frontera entre el bien y el mal, en ese filo peligroso de las cosas, evocado por Browning. Inspirada en paisajes y sensaciones, la novela de Greene es ante todo intensidad visual: su escritura se convierte en una película. Sabemos que su pasión por el cine viene de lejos. Comenzó como una forma de oposición al puritanismo de un padre que llevaba a sus alumnos a ver las películas de Tarzán solo porque pensaba que le daría una lección de antropología. Greene siempre había aspirado a participar en la producción cinematográfica. Mucho antes de su viaje a México, le gustaba desempeñar el papel de crítico iconoclasta, despotricando contra Garbo o Dietrich, admirando a von Stroheim y no a Hitchcock, por extraño que parezca, quizá porque, de algún modo, implícitamente, se estaba erigiendo en rival.
A través del cine quería reinventar el realismo, la única forma que le parecía corresponder a la profunda agitación que sacudió los años treinta y condujo al desastre de los cuarenta, y en el caso que aquí nos interesa, a la tensión religiosa en México. No olvidemos que, para el gran David Lodge, El poder y la gloria es un «western espiritual»[11]LODGE, David. 2002. Consciousness & the novel. Connected essays. Cambridge, Massachussets: Harvard University Press, p. 76. Al fin y al cabo, el comienzo no deja de ser un barrido por el calor –con su vista panorámica desde arriba, su policía desdentado o adormilado con el trasero raspando el suelo, su bella muchacha de pie en la proa de un barco casi a punto de hundirse, sus cajas de cerveza y su sacerdote introducido como, a posteriori, filmado (o filtrado) sin concesiones por el ojo de Tench, el apático dentista- y se inscribe muy bien en esta mezcla de géneros, hasta llegar a recordar a algunas famosas escenas cinematográficas (de forma incluso anacrónica). Greene utiliza el campo y el contracampo (la llegada al pueblo, vista tanto por el cura como por María) o el montaje (las secuencias oníricas, los puntos de vista de los testigos o transeúntes), el flashback, sin olvidar el primer plano. «La imagen-afección no es otra cosa que el primer plano, y el primer plano, no otra cosa que el rostro», nos ha dicho Deleuze, al hablar de Eisenstein[12]DELEUZE, Gilles. 1984. La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1. Barcelona: Paidós, p. 131.
Así, la tormenta apaga la luz en la escena en la que el cura intenta desesperadamente comprar una botella de vino. Cuando la dinamo se pone en marcha, un pálido resplandor ilumina el rostro del sacerdote, revelando sus mejillas hundidas y las marcas de cortes en la barbilla, como si esbozara la huella fantasmal de otra identidad: «parecía demacrado y enfermo; daba la impresión de haber sido alguna vez regordete y de cara redonda, antes de derrumbarse» (107). El verbo derrumbarse, tal como lo he traducido, sugiere un rostro en ruinas. Un relámpago atraviesa la escena, convirtiendo las ventanas en una pantalla blanca de desorden. En la escena de la prisión, es el amanecer el que transforma gradualmente las voces en rostros; la concatenación de los dos puntos sugiere una serie de primeros planos de rostros que van apareciendo poco a poco, el devoto dormido, el anciano, el fanfarrón. La frontera entre la sombra y la oscuridad –quizá porque sirve para ejemplificar, una vez más, el interés obsesivo de Greene por el funcionamiento del mal en la vida del hombre[13]KULSHRESTHA, J. P. 1977. Graham Greene: the novelist. London and Basingstoke: The Macmillan Press, p. 79- fascina a Greene. Es la línea divisoria entre el bien y el mal, la ceguera y la visión, la voz y el silencio, lo banal y lo inefable, como en la escena con la mujer india: «A la luz de otro relámpago, vio que la mujer lo observaba con pétrea paciencia» (153). El primer plano del rostro impasible e indescifrable en el relámpago rasga las sombras para sugerir una determinación inquebrantable. Es el momento en que el texto se interrumpe a sí mismo gracias a una elipsis que crea una especie de fundido de salida: el texto se reanuda in medias res tras una breve noche y una agotadora jornada de caminata.
Este primer plano del rostro enigmático que desgarra el texto con un destello de luz volverá a verse en la versión cinematográfica de El tercer hombre, cuando el rostro de Harry Lime/Orson Welles, que ha hostigado la película con su ausencia, aparece de repente a plena luz, como si hubiera vuelto de entre los muertos. Aquí, Greene prefigura el juego con la luz, pero también con la sombra, cuando el sacerdote contempla su sombra algo grotesca en la pared de su celda, antes de su ejecución; algo está en juego en el momento en que aparece la sombra, duplica la angustia, es la pista del vacío que suspende la individuación, como en la persecución por las alcantarillas vienesas en El tercer hombre. Pero el primer plano también se refiere a los objetos. «Eran zapatos simbólicos, como los estandartes llenos de telarañas en las iglesias» (41), en el sentido en que los zapatos del sacerdote son zapatos sólo de nombre, de los que sólo queda la parte superior, como si de hecho caminara descalzo; el texto nos reclama, de forma explícita, que prestemos atención al símbolo. El zapato mutilado revela la esquizofrenia del sujeto, cortado entre el pasado y el presente; es un síntoma, ya sea por su incómoda presencia, la brillante insignia del desertor en Chiapas, o por su ausencia, cuando los pies sangran en la madera, sugiriendo que el sacerdote, junto a su Judas, emprende un camino cristiano. El paradigma se repite con las botas bien lustradas del teniente y los zapatos planos de la mujer devota. En el umbral de la celda, a punto de ser identificado o denunciado, el sacerdote se queda mirando los zapatos: «Nadie dijo una palabra; pasaron a su lado unos pies de mujer, arrastrando unos zapatos gastados y negros, de tacones bajos» (134). Traicionándose a sí mismo, el sacerdote le pide que rece por él. La cámara sigue mirando los zapatos: «Los zapatos se habían detenido» (135), mientras que la mujer, en voz baja, se niega, y luego se aleja, «con paso de pato» (135), con un andar al ras de los tópicos de la ortodoxia, sin la menor elevación espiritual.
Cuando el sacerdote regresa a la casa de los Fellows, los objetos abandonados y rotos reflejan la gramática del vacío y de la ausencia: las frases cortas son otros tantos primeros planos de la silla con la pata rota, la caja de cartón llena de trozos de papel rasgados, el clavo donde no cuelga nada, el calzador roto, sin olvidar la antología de poemas un poco mohosa extraviada bajo las tablas del balaustre. El libro-objeto es una pista siempre importante del abismo de Greene. En El tercer hombre, Martins es incapaz de descifrar la trama que se está desarrollando: la traición de su amigo Harry, que ha escenificado su propia muerte, en la Viena de la posguerra, con sus ruinas y sus alcantarillas. El libro sirve, en la película, como pista de reconocimiento –Kurtz sostiene una novela de Martins cuando se encuentran en el café-, pero también de desconocimiento. Un plano se centra en el libro que sostiene Kurtz mientras piropea a Martins en la calle y se repiten las palabras del libro: «Es maravilloso cómo mantiene usted la tensión. […] El suspense. Es usted un maestro en eso»[14]GREENE, Graham. 1968. The third man. New York: Bantam, p. 27. En la película, empero, la imagen es fundamental, pues la pausa que separa el discurso permite, a su vez, un primer plano de la portada –no poco banal- de Oklahoma Kid. La línea es ambigua: el maestro del suspense no es Martins, sino Harry Lime, el hombre que escenifica el funeral que le sirve de tapadera. Y también, implícitamente, Greene, el guionista.
El comienzo de El poder y la gloria ya presenta un primer plano del libro que sirve de cubierta, precisamente porque la cubierta es engañosa: es la novela supuestamente popular con la cubierta de colores brillantes y vagamente erótica la que el desconocido sostiene y olvida. El objeto, aparentemente insignificante, se convierte en la pista heredada de la historia de suspense, un signo que hay que descifrar. Tench, al descubrir que se trata de un breviario en latín, se apresura a retirar el objeto incriminatorio del pequeño horno que utiliza para fundir aleaciones de oro. El horno de dientes falsos es ahora un tabernáculo. En cuanto a la cubierta, es engañosa, pero también irónicamente cierta: la mártir eterna no es la mujer seductora de la ilustración, sino la Iglesia, mientras que la Fe del sacerdote está velada por el pecado de la carne. El objeto funciona como indicador tanto de impostura como de revelación. La cuestión de la impostura se sitúa en el centro de la novela, ya que Greene concede un lugar privilegiado a la denuncia de la Iglesia. Esta voluntad de crear el mayor diálogo posible forma parte integrante de la escritura de Greene, que rechaza toda propaganda: «La literatura no tiene nada que ver con la instrucción», proclamará en una carta a Elizabeth Bowen[15]GREENE, Richard (Ed.). 2007. Graham Greene, a life in letters. Toronto: Alfred A. Knopf, p. 151. Y hace de abogado del diablo, no solo porque el sacerdote caído nunca alcanza la categoría de héroe, sino también porque el teniente es un adversario cuyas observaciones son más que pertinentes. El autor tiene que jugar al doble agente en la medida de lo posible, aunque eso signifique disgustar a la gente: «Recuerdan las casillas blancas y negras del tablero de ajedrez del obispo Blougram. Como novelista, se me debe permitir escribir tanto desde el punto de vista de la casilla negra como de la blanca: la duda y la negación deben tener su oportunidad de autoexpresión»[16]Ibíd., p. 152.
De ahí la confrontación entre los dos mundos, que plantea el problema fundamental del valor del discurso. El teniente, posiblemente comunista, denuncia la falsificación significante en la que, a sus ojos, se basa la dominación de la Iglesia: obtener crédito a bajo precio, comprar comodidad y dominación aquí abajo prometiendo el paraíso, allí arriba, sirviendo el texto religioso de fianza. El sacerdote se convierte en el falsificador, produciendo una y otra vez las relucientes fichas de un discurso que compra sumisión en lugar de salvación, «La manida frase religiosa en la boca» (20). El sacerdote en el cargo siempre tiene el símbolo manido, gastado en la punta de la lengua; sin embargo, el sacerdote se ve a sí mismo en términos que también sugieren una falsificación significante, cambiando lo espiritual por una sed de poder terrenal: «al cura gordo y juvenil, con la mano extendida autoritariamente, mientras su lengua se demoraba con agrado en la palabra Gobernador» (93). Del mismo modo, tan pronto como cruza la frontera con Chiapas, se encuentra de vuelta en los engranajes bien engrasados de un discurso que gira sobre una moneda de diez centavos, pero que simultáneamente se monetiza en pesos para recuperar el paso y llegar a la capital: «Decía: Pecado mortal…, peligro…, hay que dominarse, como si esas palabras tuvieran algún sentido verdadero. Decía: Rece tres Padrenuestros y tres Avemarías» (172). La repetición del verbo decir subraya la espiral vacía.
Greene muestra cómo la matriz institucional induce e inculca ciertos tipos de comportamiento. El cura, de origen comerciante, ha aprendido inglés, mientras que el teniente, que creció como un campesino pobre, abraza la ideología revolucionaria. He aquí un hábito, en su más fundamental polisemia, especialmente en ese habit de la lengua original de Greene: «Sentía que la antigua vida ya se endurecía en torno de él como un hábito, una caja pétrea que le hacía erguir la cabeza y le indicaba cómo debía andar, y hasta dictaba sus palabras» (167). Vuelve a ser el actor que interpreta su papel, un pobre actor que en escena se arrebata y contonea y al que nunca más se le oye, un bufón patético que bebe su brandy: «No había ningún motivo para no beber. Ya tenía el hábito (vicio), como la devoción, y la voz parroquial» (169). La voz ha tomado los acentos bien engrasados de Concepción, como si no lo supiera el interlocutor, que escucha asombrado. Nada sorprendente, pues, que el lenguaje eclesiástico, sacudido por el impulso revolucionario, se desintegre por sí mismo. Es como si, durante un periodo de tiempo incierto, todo lo que quedara de la lengua fueran muestras gastadas, vaciadas de toda sustancia, colgajos, como en el Albucius de Quignard, «trapos de narraciones que limpian incesantemente nuestras vidas»[17]QUIGNARD, Pascal. 1990. Albucius. Paris: P.O.L., p. 72, la escoria de un pasado olvidado, barrido por el lenguaje, ruina viva. Dios, Ora pro nobis, pronuncia Tench sin pensarlo, sin atribuirle el menor significado, mientras que el teniente utiliza la interjección Madre de Dios, de la forma más automática e irónica posible. El significante vacío flota a la deriva, como si pronto fuera a hundirse en el flujo de un discurso en el que ya no tiene cabida, al haber sido abolido el propio significado: la Fe.
José, el cura que abjuró, que se casó para salvar su vida, se convierte en el índice de falsedad exhibido por el régimen. Con «ácida satisfacción» (204), el teniente le pide en vano que venga a confesar al cura, para luego escuchar el inquietante estribillo de los niños, el famoso «¡José, ven a la cama!» (205), burlándose de la impotencia de este falso cura y falso marido. Al igual que la palabra hablada, la palabra escrita parece insignificante. Lo inacabado es lo que cuenta, como si fuesen unos papeles de Aspern que aún hay que encontrar. De Coral sólo quedan algunos borradores en una papelera. Tench nunca termina la carta que quería escribir a su mujer, la pluma se le cae de la mano al desvanecerse el recuerdo de su encuentro con el hombrecillo algo ebrio. Durante mucho tiempo, el cura guardó como un talismán las pocas notas que le llegaban del pasado, retazos de frases, palabras aisladas, como un código casi olvidado que sería la clave del pasado y casi podría resucitarlo, en el pensamiento al menos, en el claroscuro de una mecha parpadeante: «La llama de la vela en el aire caliente de las tierras bajas pantanosas ardía hasta un punto humeante vibrando… el sacerdote acercó el papel y leyó las palabras Sociedad del Altar, Cofradía del Santísimo Sacramento, Hijos de María» (92). Pero del mismo modo que ha abandonado la pequeña maleta en el arroyo manchado de inmundicia, bajo la señal que prohíbe arrojar basura, el sacerdote, cuando está a punto de ser capturado, tira los comprometedores trozos de papel, asignaturas sin valor de una época pasada, que se le escapan de las manos. «Lo que aquí nos habla» –escribirá Blanchot sobre un célebre poeta de la Bucovina, al que también el lenguaje se le escapaba- «nos alcanza por la extrema tensión de lenguaje, su concentración, la necesidad de mantener, de llevar consigo de una hacia otra, en una unión que no constituye unidad»[18]BLANCHOT, Maurice. 2009. Una voz venida de otra parte. Madrid: Arena Libros, p. 49.
Pero el subterfugio significante no es solo obra de la Iglesia, sino que la lengua oficial también hace trampas. En un hotel repleto de cucarachas, a pesar de la prohibición oficial, se puede intentar comprar alcohol a precio de saldo, siempre que se siga el juego a las marionetas que se supone encarnan la autoridad del Estado, el jefe de policía y el primo del gobernador. Puntuada por relámpagos y truenos, esta escena farsesca y al mismo tiempo conmovedora muestra la impostura, ya que los dos cómplices solo tienen que sustituir cerveza por vino para guardar las apariencias y entregarse al gozo de robar a su prójimo, bebiendo el alcohol prohibido que acaban de venderle. Los juegos escénicos subrayan la lógica coercitiva del lenguaje, bajo la apariencia de una cortesía fingida: el anacoluto interrumpe la frase del jefe de policía, que comienza a rememorar sus recuerdos, jugando enseguida con la fuerza del enunciado: «Pero este caballero no bebe» (112). La frase obliga al cura a dar un trago y hacer una mueca de brindis (toda la escena es teatral y, por eso, las dos exclamaciones ¡Salud!, que siguen al discurso del jefe, juegan con las posturas y expresiones faciales de los personajes). El pasaje declina el paradigma de la ironía dramática: ¡tiene la vida cada ironía! pronuncia enfáticamente el jefe (113). No sólo el jefe de policía anuncia con orgullo que el fugitivo está ahí, sin que parezca darse cuenta de que realmente se encuentra en la habitación: «Está aquí, en esta ciudad quiero decir» (114), sino que, ante el sacerdote prohibido (en todos los sentidos de la palabra), los dos compañeros hablan sin parar de los misterios del alma y de la vida, intercambiando tópicos litúrgicos como monedas gastadas en una falsificación significante que no compra nada, como atestigua el ritmo ternario. La escena tiene ecos de Beckett: «se sentaron en la cama a hablar, sin nada que hacer y nada que creer y sin un lugar mejor adonde ir» (114).
Sin embargo, la lógica significante no se interrumpe del todo, a pesar de la abyección de un José o un jefe. Es lo performativo lo que reintroduce el valor del lenguaje, cuando decir es actuar. Dos tipos de lógica performativa se enfrentan en el transcurso del relato. Por un lado, nunca se cuestiona el poder del sacramento. El bautismo y la transubstanciación son declaraciones performativas. «Es sólo vino», dice el cura cuando María confiesa que ha roto la botella para hacer desaparecer las marcas: «No debes ser supersticiosa. No era más que… vino. No hay nada sagrado en el vino» (78). Del mismo modo, es solo pan lo que sustituye a la Hostia. Y sin embargo, en ese mismo pueblo, al amanecer y cuando los soldados se acercan, el sacerdote transforma literalmente el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo al señalarlos en el momento de la comunión, y un escalofrío recorre a la congregación unida. El misterio de la Fe reside sobre todo en la dimensión performativa que adquiere el sacerdote al ser ordenado, una dimensión que ninguna decadencia, ni el alcoholismo ni la abjuración de José, pueden romper. El sacerdote está convencido de que no es más que un pecador condenado a la condenación, ya que nadie puede librarle de sus pecados confesándolos. Sin embargo, afirma ante el teniente que siempre puede llevar la salvación a los demás. Asimismo, cree en el poder del último sacramento, aunque ello signifique, o tal vez sobre todo, comprar un alma tan pobre como la de un asesino como Calver, por quien vuelve sobre sus pasos, aun sabiendo que se trata de una trampa.
Pero también para el teniente las palabras tienen un valor performativo, no solo porque vive como un asceta, impecablemente vestido, entregado a su misión de asegurar un futuro mejor a los hijos de su país. También en el caso del teniente, la enunciación no es ni la representación del poder ni un epifenómeno verbal, sino que es el modo de ser del poder. A la enunciación performativa del sacerdote, bautismo o sacramento, corresponde la performativa soberana del teniente que nombra al rehén. El campo político se torna lenguaje en una cruda parodia del rito ligado a lo divino: un poco de sangre derramada no hace daño, la sangría asegura la salud del cuerpo político eliminando el virus de la religión que el elemento impuro, el sacerdote, corre el riesgo de propagar de nuevo. El acto del discurso actúa, es unilateral, transitivo y generativo, en una palabra, eficaz. Los dos performativos se oponen, por un lado el significante Hostia, que hace de la Hostia a la vez pan y carne sagrada, sacrificio consumido y compartido para asegurar la salvación del mundo, y por otro el significante rehén, que desata los lazos afectivos y sociales (borrando la identidad individual de hermano, padre o hijo) para hacer del hombre designado el sustituto del sacerdote, sustituto sacrificado para asegurar la supervivencia y la purificación del cuerpo social.
Lógicamente, el sacrificio del rehén debería destruir al fugitivo, al que nadie se atreverá a ayudar de nuevo. Pero aunque esta lógica funciona (ningún pueblo lo quiere), también tiene el eFecto perverso de dar sentido a su búsqueda. Es cuando se ve excluido de todo sistema cuando el sacerdote sin nombre puede, paradójicamente, redescubrir la humanidad que conduce a lo sagrado. En efecto, la interpelación (el sacerdote no es más que un mentiroso, no asegura la salvación porque deja morir en su lugar a víctimas inocentes) responde espontáneamente a una forma de contra-interpelación, según la terminología de Lecercle. Cada vez que se enfrenta a las fuerzas del orden, el sacerdote, cuyo nombre nunca se revela en la narración, adopta instintivamente el patronímico del primer rehén fusilado, el rehén de Concepción, Montez. El propio significado de Concepción sugiere todo lo que hay de fundacional en este acto de nombrar. Fuente de suspense y humor, mientras el cura justifica torpemente la recurrencia del nombre ante el teniente, el paso del nombre convierte al cura en huésped del muerto, dando plena dimensión al sacrificio, que no es más que un preludio del del cura. En lugar de ser subyugado por la interpelación, el sujeto redescubre su humanidad. Y si la primera vez que el mestizo llama «padre» al sacerdote, éste puede jugar con las palabras y decir que efectivamente es el padre de un niño, el momento de la traición, por el contrario, permite al sacerdote asumir el título: en el silencio, una voz dice: Padre, justo cuando el sacerdote está de pie en la puerta de la habitación donde yace Calver. Es en el umbral donde el mestizo identifica al sacerdote, que se vuelve para ver el rostro atormentado del hombre que afirma no haber dicho nada. El acto de denuncia es también un signo explícito del estatuto del sacerdote, que se alcanzará mediante el sacrificio.
Queda por concluir algo más sobre este sacrificio y sobre el carácter explícito de la novela. El sacerdote se ha ido despojando de sus atributos, desgastados como sus zapatos, de los que sólo quedan las puntas, sustituidas brevemente por zapatos brillantes, signo de su deserción, de su paso a Chiapas. Sus manos se ahuecaron como las de un campesino, desprovistas de los guantes que lo separaban de sus Feligreses. El viaje a semejanza de Cristo, durante el cual sus pies se manchan de sangre, incluye puntos álgidos como la tentación de Chiapas, la noche en la celda, el ascenso con la india que inicia la aculturación de la religión y adquiere la apariencia del Gólgota, el mestizo que desempeña afanosamente el papel de Judas… todos ellos elementos profundamente simbólicos que conducen al epílogo donde el sacerdote, en el momento de su muerte, se ve en foco externo. Lo explícito obedece siempre a una estrategia muy específica en Greene, quien dijo en el prefacio de El final del affaire que en realidad le gustaban las últimas páginas[19]GREENE, Graham. 1974. The end of the affair. London: Heinemann, p. x. Manipula cada τόπος en el desenlace (como la muerte de un protagonista) al tiempo que elige posturas de enunciación irónicas, como para desafiar la autoridad de la palabra, para introducir el juego, la discordancia y una valoración fragmentaria y contradictoria. Procedimientos estos que consisten en delegar la encarnación de las autoridades y de las normas, ya sea en entidades diluidas y dislocadas (el chisme, el rumor, la opinión, la doxa, las voces de la sangre, los clichés, etcétera), ya sea en personajes marginados o dislocados (los medios de comunicación, por ejemplo). Dialogismo generalizado de los espacios normativos, imposibilidad de localizar la fuente última de la norma.
Este proceso es más llamativo en Brighton Rock, en el desenlace en el que Pinkie, el asesino con cara de ángel, abrasado por el vitriolo como si ya estuviera en las llamas del Infierno, se precipita al vacío. Pero el epílogo está protagonizado por la fría Ida, que ha podido con Pinkie, y luego por Rose, la jovencísima esposa de Pinkie, que se confiesa ante un sacerdote. La última frase de la novela vuelve a poner en juego el mensaje del sacerdote: si Pinkie amaba a Rose, era porque no era solo maldad. Consolada, la joven embarazada se marcha pensando en el mensaje que Pinkie le dejó en un fonógrafo, creyendo que era una declaración de amor, cuando en realidad era un mensaje de odio: «Caminó rápidamente bajo la fina luz del sol de junio hacia el peor horror de todos»[20]GREENE, Graham. 2004. Brighton Rock. London: Vintage, p. 269. Mientras que El final del affaire concluye con los ambiguos pensamientos del narrador, El revés de la trama casi termina con un suicidio, el de Scobie, atormentado por su culpa ante Dios, dividido entre su mujer y su amante, a ninguna de las cuales quiere hacer daño. El epílogo presenta a la amante a la deriva, y luego a la esposa. La esposa consulta a un sacerdote, que coincide con ella en que Scobie nunca ha amado a nadie más que a Dios[21]GREENE, Graham. 1963. The heart of the matter. London: Heinemann, p. 334, lo que contradice el monólogo interior de Scobie durante sus últimas horas.
En El Poder y la Gloria, Greene opta por polarizar y pluralizar también la valoración. El sacerdote está convencido de que ha estado tan cerca de la santidad, de que habría sido tan fácil si hubiera sabido cómo. Pero sigue aplastado por el peso del pecado. Esta lógica de la Felix culpa se ha comentado a menudo, pues hay que suponer que el sacerdote no es quizá el mejor juez de su sacrificio, ya que no deja de lamentarse de no poder ser un buen mártir. En cualquier caso, dado que alcanzará el martirio, como en los casos de Czinner en El tren de Estambul, el degradado Minty en Inglaterra me hizo así o el cónsul dipsómano de El cónsul honorario, Greene tiende a celebrar, sin otra cosa, a aquellos que han sufrido lo que la gente llama fracaso[22]McEWAN, Neil. 1988. Graham Greene. New York: St. Martin’s Press, pp. 12-13. El punto de vista, por lo tanto, se desplaza en la última sección, alejándose del sacerdote y acercándose a los diversos testigos, como el dentista Tench, que asiste a la ejecución, horrorizado pero pasivo, impotente. El golpe de gracia no es la última palabra. El texto insinúa otra forma de gracia, una que implica a los niños, la piedra de toque de cualquier régimen con sentido, la cuestión suprema tanto para el teniente como para el cura. Durante mucho tiempo, el teniente parece haber ganado esta batalla, fascinando a Luis, pero también a la propia hija del cura, la oximorónica Brígida, tan joven y tan vieja a la vez. Es precisamente en el desenlace cuando se desentrañan los vínculos del teniente con su infancia. Primero es Coral, la otra cara de Brígida, que, como Brígida, está en la frontera entre la infancia y la edad adulta, ya que menstrúa por primera vez, quien proporciona la primera pista in absentia, demostrando que la visita del cura no fue en vano. El lector, atento a las pistas, reconstruye a la vez la historia de una desaparición (ha sido tiroteada por Calver) y la historia de un reencuentro.
Cuando el sacerdote se le aparece casi al principio de la novela, ella ha rechazado la religión, pero sigue buscando un sésamo: «En cualquier momento una palabra, un gesto, el acto más trivial podría ser su sésamo… ¿para qué?» (34). Este sésamo pueden ser las cruces dejadas en la pared por el sacerdote, que aparecen ante la adolescente, envueltas en un círculo de luz, como signo de una revelación nueva, horrible, inolvidable. La sangre menstrual no es más que el preludio de la herida de bala, vinculada al sacrificio en la cruz por el dibujo del sacerdote, sin que él lo sepa. Las preguntas formuladas a la deshonrosa madre atestiguan este ligero desencadenamiento provocado por el cura, que no es insignificante, sobre todo porque se ve confirmado por la conversión de Luis, que de repente no ve en el teniente a un salvador, sino a un tirano. Los dos gestos (escupir sobre el arma que acaba de matar al cura/abrir la puerta al nuevo cura) se unen y se responden mutuamente. La red de sueños confirma la filiación, la transmisión. En su último sueño, el cura se imagina al margen de una congregación, pero Coral le sirve el vino de la casa del Padre que tanto ansiaba conseguir en la escena con el jefe de policía. En el sueño de Luis, el cura yace muerto, con el ataúd clavado, y sin embargo le guiña un ojo a la niña. La inesperada complicidad se ve reforzada por el juego de códigos. Greene transpone ese elemento arquetípico de la novela policíaca, el código secreto, con una especie de prestidigitación metafísica (al fin y al cabo, el cura es aficionado a sus trucos de cartas). Al principio del libro, Coral le ofrece al cura un código de reconocimiento (código Morse, dos largos y uno corto), por si aparece otra persona, cosa que ella está de acuerdo en que es poco probable.
Sin embargo, es la otra persona la que aparece, aquella cuya fotografía se convierte en la contrapartida de la del cura, Calver. El código Morse no significa nada para Brígida, a quien no le importa. Pero reaparece en el último sueño del cura, cantado por la comunidad, ligeramente transpuesto: tres largos, uno corto. Se oyen más golpes indistintos al final del sueño de Luis, justo después del guiño, cuando el nuevo cura llama a la puerta. De la nada, el nuevo sacerdote sin nombre surge para ocupar el lugar del sacerdote muerto, como si el sacrificio formara parte de una dinámica de supervivencia, no del individuo, sino de la Iglesia. Recordamos las famosas palabras de Tertuliano en El Apologético: «De nada sirve vuestra más exquisita crueldad: más bien es estímulo para el grupo de seguidores de Cristo. Nos hacemos más numerosos cada vez que nos cosecháis: ¡es semilla la sangre de los cristianos!»[23]TERTULIANO. 1997. El Apologético. Madrid: Ciudad Nueva, p. 186. Y ahora será el turno de Greene de hacer un guiño al lector: la estructura del libro, con sus tres largas secciones y su breve cuarta sección, se hace eco del código que resuena inquietantemente en el sueño del sacerdote, forjado a martillazos por los fieles invisibles, el código cuyo nombre había olvidado, «Tres toques largos y uno corto» (210), y que se dirige a la congregación invisible de lectores. Frente al mundo prometido por el teniente, entrópico y vacío, «sin pulso, sin aliento, sin latido» (201), lo explícito reafirma una promesa de continuidad, jugando con los ecos. Con Greene, el realismo y lo explícito adquieren una fuerza no exenta de subversión. El cura alcohólico viola la ortodoxia y la novela fue juzgada como demasiado explícita por el Vaticano, que protestó, aunque tardíamente: «Si se me permite ser personal, pertenezco a un grupo, la Iglesia Católica, que me plantearía graves problemas como escritor si no me salvara mi deslealtad»[24]GREENE, Graham Greene, a life…, Op. Cit., p. 151. Salvado por este elemento de rebeldía, el libro deja la última palabra al lector. Pero si, como pienso, Charles Moeller, en su monumental Literatura del siglo XX y cristianismo, tiene razón, resultará que la gracia está por todas partes, incluso en ese lugar de México. No sólo son sus personajes mártires de la esperanza, sino que será precisamente en el reino del pecado, en el corazón de un mundo devastado, centro de la derelicción, donde el amor de Dios nos alcance[25]MOELLER, Charles. 1955. Literatura del siglo XX y Cristianismo I. El silencio de Dios. Madrid: Gredos, p. 357. This is the way the world ends…
Título: El poder y la gloria. |
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Referencias
↑1 | ELIOT, T.S. 1963. Collected Poems: London: Faber & Faber, p. 92 |
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↑2 | Ibíd., p. 91 |
↑3 | GREENE, Graham. 1966. The lost childhood and other essays. New York: Viking Press, p. 84 |
↑4 | Ibíd., p. 69 |
↑5 | Ambos publicados en España y accesibles al público, gracias a la editorial Libros del Asteroide. |
↑6 | GREENE, Graham. 1977. The Power and the Glory. New York: Penguin, p. 169 (todas las citas, en adelante, estarán extraídas de esta edición y consignadas entre paréntesis). |
↑7 | GREENE, Graham. 1971. A sort of liFe. New York: Simon and Schuster, p. 117 |
↑8 | BALDRIDGE, Cates. 2000. Graham Greene’s fictions: the virtues of extremity. Columbia, Missouri: University of Missouri Press |
↑9 | COUTO, Maria. 1988. Graham Greene: on the frontier. Politics and Religion in the novels. Houndmills, Basingstoke, Hampshire and London: The Macmillan Press, p. 10 |
↑10 | DONAGHY, Henry J. 1992. Conversations with Graham Greene. Jackson and London: University Press of Mississippi, p. 49 |
↑11 | LODGE, David. 2002. Consciousness & the novel. Connected essays. Cambridge, Massachussets: Harvard University Press, p. 76 |
↑12 | DELEUZE, Gilles. 1984. La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1. Barcelona: Paidós, p. 131 |
↑13 | KULSHRESTHA, J. P. 1977. Graham Greene: the novelist. London and Basingstoke: The Macmillan Press, p. 79 |
↑14 | GREENE, Graham. 1968. The third man. New York: Bantam, p. 27 |
↑15 | GREENE, Richard (Ed.). 2007. Graham Greene, a life in letters. Toronto: Alfred A. Knopf, p. 151 |
↑16 | Ibíd., p. 152 |
↑17 | QUIGNARD, Pascal. 1990. Albucius. Paris: P.O.L., p. 72 |
↑18 | BLANCHOT, Maurice. 2009. Una voz venida de otra parte. Madrid: Arena Libros, p. 49 |
↑19 | GREENE, Graham. 1974. The end of the affair. London: Heinemann, p. x |
↑20 | GREENE, Graham. 2004. Brighton Rock. London: Vintage, p. 269 |
↑21 | GREENE, Graham. 1963. The heart of the matter. London: Heinemann, p. 334 |
↑22 | McEWAN, Neil. 1988. Graham Greene. New York: St. Martin’s Press, pp. 12-13 |
↑23 | TERTULIANO. 1997. El Apologético. Madrid: Ciudad Nueva, p. 186 |
↑24 | GREENE, Graham Greene, a life…, Op. Cit., p. 151 |
↑25 | MOELLER, Charles. 1955. Literatura del siglo XX y Cristianismo I. El silencio de Dios. Madrid: Gredos, p. 357 |