No tengo muy claro en qué momento la conocí ni cuándo la vi por primera vez. Por más que me esfuerzo en desandar mis recuerdos, me da la impresión de que siempre estuvo ahí, sentada en la segunda fila, tercera mesa por la izquierda. No hablaba mucho, pero cuando se animaba a intervenir, toda la clase enmudecía. Tenía una especie de magia que te atrapaba y te mantenía expectante, deseando escuchar lo que tenía que decir.
Sí recuerdo la primera vez que posó sus ojos verdes en los míos revolucionándome el mundo. Aquel día, la tercera mesa por la izquierda de la segunda fila estaba ocupada, así que se sentó a mi lado. Al principio, la odiaba por hacerme sentir de aquel modo, por obligarme a descubrir una parte de mí que desconocía. Me pasé meses envuelta en una permanente sensación de pánico, se me habían roto todos los esquemas. Ella los había roto, con sus comentarios ingeniosos, su insaciable curiosidad por todo, su manera de tratar a los demás, nuestra complicidad. ¿Cómo se lo iba a explicar a Miguel si ni siquiera podía explicármelo a mí misma? Llevábamos saliendo cuatro años. Al final lo hice, no sé cómo, pero lo hice. Le dejé, esperé el tiempo necesario para comprenderme y la busqué. La encontré, claro, y aquí la tengo.
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