La cultura japonesa es una fuente inagotable de inspiración para una de las autoras más icónicas, alternativas, mordaces, trágicas y a la vez cómicas de nuestro tiempo: Amélie Nothomb.
Su nacimiento e infancia en Japón dejaron en ella una huella indeleble de fascinación por un país al que quiso volver en su juventud para intentar integrarse. De esta experiencia (de esta suerte de viaje-estancia iniciáticos) dejó constancia principalmente en dos libros: Ni de Eva ni de Adán, en el que habla de su relación sentimental con un japonés (hilarante, dramático, tierno y campechano a partes iguales) y el que nos ocupa, Estupor y temblores, en el que nos acerca a su mundo empresarial de un modo que resulta un bofetón en la cara de todos los lectores, sean de donde sean.
La joven Amélie entra a trabajar en la compañía Yumimoto (o así la va a llamar ella, que en todo momento juega con la ambigüedad y la posibilidad de que lo que explica sea totalmente cierto o totalmente exagerado… pero real en ambos casos) con ilusión. No es para menos: una occidental contratada por una empresa nipona importante como contable a la tierna edad de 22 años… ¿quién no estaría ilusionado? Su dominio del idioma y su inteligencia prometen depararle una estancia provechosa en una jerarquía empresarial que prima el esfuerzo y la voluntad por encima de todo… ¿o no?
Pues… no.
El relato de Nothomb, a caballo entre la comedia y la tragedia, se asemeja a una escalera de caracol… que comienza arriba y va bajando sin descanso hasta los sótanos de la frustración humana. Porque la estructura empresarial que nos presenta no está sustentada en la confianza de que los estratos más bajos pueden ir ascendiendo a base de tenacidad y talento, sino en el fatalismo de que por más que uno ascienda siempre estará por debajo de otro, que a su vez estará por debajo de otro… y ese “estar por debajo” tendrá un peso mucho más significativo que el “estar por encima”.
Así, un desliz en su relación con su superior directa, la bellísima señorita Mori, a quien Amélie considera un ángel caído del cielo hasta que se da cuenta de que puede ser un auténtico demonio, provoca la caída una por una de las fichas de dominó de su estancia en Yumimoto. Cada una de esas fichas está representada por una orden, tarea, bronca o simple observación malsana que van haciendo caer a nuestra autora-protagonista en una espiral de falta de autoestima y desazón que la lleva desde la respetabilidad de su puesto como contable a la infamia de su puesto como… encargada de los servicios de caballeros (también respetable pero curioso dada su formación y el motivo por el cual la contrataron).
Esta debacle está explicada con el inconfundible estilo de Nothomb, entre lo grotesco y lo sublime, entre lo tétrico y lo luminoso, entre lo hiriente y lo maravilloso. Porque puede presentarnos lo más dañino, lo más turbio, lo más indecente de la cultura japonesa (en este caso, refiriéndose a la figura femenina)…
Tu obligación es sacrificarte por los demás. No obstante, no se te ocurra pensar que tu sacrificio hará felices a aquellos por quienes te sacrificas. Eso sólo les permitirá no avergonzarse de ti. No tienes ninguna posibilidad ni de ser feliz ni de hacer feliz a nadie. Si te sirve de consuelo, debes saber que nadie te considera menos inteligente que un hombre. Eres brillante, eso salta a la vista, incluso a la vista de los que tan mal te tratan. Aunque, pensándolo bien, ¿de verdad te sirve de consuelo? Por lo menos, si te considerasen inferior, tu infierno estaría justificado y podrías librarte de él demostrando, conforme a los preceptos de la lógica, la excelencia de tu cerebro. Sin embargo, te consideran igual, incluso superior: así pues, tu tormento resulta absurdo, y eso significa que no existe camino para salir de él. Existe uno, sí. Un único camino al que tienes pleno derecho, a no ser que hayas cometido la estupidez de convertirte al cristianismo: tienes derecho a suicidarte.
… y a la vez elevarnos hasta lo más alto de la belleza vital cuando nos habla de que, para escapar de la tristeza, de la sinrazón, de la amargura que supone sentirse incomprendida y maltratada por un sistema que, lamentablemente, no comprende ni trata bien a nadie, ella, cada vez que puede, se acerca al gran ventanal del piso 44 del edificio de la compañía, contempla la inmensa ciudad que lo rodea y… se defenestra. Se deja caer en su imaginación sobre ese lecho de edificios en los que quizá pasen las mismas cosas terribles… pero quizá no. Y es esa posibilidad, esa esperanza de que haya algo mejor, más llevadero, más justo, más humano allá donde la vista alcanza lo que la mantiene con vida.
Con estupor y temblores; así era como los súbditos tenían que presentarse ante el Emperador en el Japón de antaño… ¿Sólo de antaño? Amélie y sus lectores sabemos que no.
Título: Estupor y temblores |
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