Con todas sus armas listas, baja a la calle y camina a buen paso hacía el punto de reunión. Los comercios han echado la persiana, ningún coche circula por la calzada, ni siquiera los pájaros trinan; puede ser que ya no queden pájaros. Otros como ella, bien pertrechados de armamento, van ocupando las calles y creciendo en número como riachuelos que se hacen río; quizá el único todavía vivo. A lo lejos se oyen las sirenas de los uniformados que van a tener enfrente. No son el enemigo, pero cobran por parecerlo. Cumplen con el deber equivocado.
La gran avenida se va llenando. Cada bocacalle es un surtidor de pelotones armados. Ella toma posición en primera línea, no porque sea la más aguerrida, sino porque ha llegado de las primeras. Da igual que posición ocupe, si esta lucha no se gana, la guerra la pierden todos, incluso los que se alinean en frente, en perfecta formación, tras sus escudos, sus cascos, sus caros y compactos uniformes, sus tanquetas, sus pelotas de goma y sus gases lacrimógenos. Mercenarios de un Estado incapaz de defender a sus ciudadanos, piensa ella. En cambio, las fuerzas de las que forma parte son más heterogéneas y coloridas, también con más voluntad de victoria. Si al final todo se hunde, no habrá sido por no intentarlo.
La orden de avanzar sobrevuela la formación y ella comienza a disparar, al igual que sus camaradas, con todo el armamento que carga, una sola exigencia escrita y voceada: «Tierra solo hay una y llegamos tarde».