Era un tedioso ritual, necesario, según la abuela, para conservar los dientes. Así que hacíamos un corro alrededor de la mesa camilla y ella distribuía puñaditos para que los limpiáramos. El que encontraba más piedras o granos de trigo tenía como premio el mayor trozo de chorizo.
Yo odiaba el chorizo. Tanto como limpiar lentejas.
Así que un día me desmayé de desesperación sobre mi montoncito y cuando volví en mí, tumbada en el suelo con los pies en alto, todos me miraban fijamente con cara de asombro. La abuela, por una vez, se había quedado muda, mis hermanos tenían los ojos como platos, mi madre estaba al borde del llanto y mi padre se atusaba el bigote como cuando había un problema que resolver. Me asusté mucho. Quise gritar que no había sido a propósito, que no había podido evitar perder la noción de la realidad imaginándome que las lentejas tenían patas, se me subían por las manos y me tatuaban todo el cuerpo de lunares. Pero no pude. Porque de repente vi mi reflejo en el cristal de la alacena y supe que era exactamente eso lo que había sucedido.