Lo que entiendo en el último Cioran es un intento por superar antiguas posiciones sin negarse a sí mismo, indagando en un objetivo que le lleva no a reinventarse ni a, digamos, cambiar de tema, sino a adoptar una nueva perspectiva para abordar sus preocupaciones habituales.
Si antes, al dedicarse a una reflexión voluntariamente impersonal, había tratado de liberarse de las contradicciones provocadas por un yo exacerbado, a partir de ahora, en aras de reducir la carga de la lógica y la racionalidad, se enfrenta a una reinversión masiva de su yo que le haría volver a la subjetividad.
Para hallar, en fin, la manera de pensar de otra manera.
Este Cioran perdurable, pensador de lo cotidiano –filósofo, si queremos-, no se reconstruye como una novedad absoluta o un salto a lo desconocido, ni siquiera como una especie de variación, sino que realiza una transposición a escala individual o personal de lo que hasta ahora se trataba de un nivel universal, ontológico, absoluto.
Tal forma de proceder no muestra una falta de material o inspiración, sino que Cioran manifiesta su capacidad de regresar constantemente a sus obsesiones privilegiadas, aprovechando cada vez más la mirada sin precedentes de una perspectiva poco convencional para resaltar características insospechadas -o que, hasta entonces, pasó por alto en silencio-, de algo que ya había expresado otras veces.
Por el contrario, el tono general de los trabajos finales de Cioran sugiere que el ensayista se dedica a adaptar su visión del mundo a un uso común, típico de la vida ordinaria, o, en otras palabras, a proponer una filosofía moral desde y hasta todos los días. Y ahí, la filosofía contra la muerte de uno mismo. Contra el suicidio.
Incluso antes de Del inconveniente de haber nacido, que marca el regreso de Cioran a la forma aforística, es posible ubicar el punto de ruptura entre dos formas de ser y escribir en medio de El aciago demiurgo, en su ensayo «Encuentros con el suicidio». Este texto, que se refiere a un episodio descrito en sus Cuadernos, se origina en una noche vivida por el ensayista en Ibiza, España, durante el año 1966, donde, más que en ningún otro momento de su existencia, tuvo que luchar contra la tentación de suicidarse[1]CIORAN, E. M. 2002. Cahiers 1957-1972. Paris: Gallimard, p. 392 .
El pensador cuenta cómo, al final de una noche de insomnio, se había ido solo hacia el Mediterráneo, con la intención de arrojarse por un acantilado, para finalmente sorprenderse por el espectáculo del despertar de la naturaleza al amanecer[2]CIORAN, E.M. 1993. El aciago demiurgo. Barcelona: Círculo de Lectores, p. 37 .
Cioran, que había expresado el deseo de salir de sí, descubre que, más allá de los escapes metafísicos, su aventura interior es el único tema que le interesa y está cerca de su corazón.
Es la necesidad de lidiar con un tema así -liberarse de esta terrible experiencia externalizándolo en forma literaria-, lo que empuja a Cioran a cambiar su concepción de la escritura.
Los Cuadernos (1957-1972) muestran que, mientras que ha dejado para los lectores «un artículo sobre el suicidio»[3]Cioran, Cahiers, Op. Cit., p. 523, totalmente incapaz de llevarlo a la práctica en una forma clásica, al mismo tiempo siente que no debe distorsionar sus impresiones ni traicionar su objeto. En esta renuncia, decide entregar sus observaciones que no son lo que uno entendería por una obra real en cuanto a estructura u organización. Si bien el resultado puede sorprender a algunos lectores de la época, que vieron allí el tipo de comentarios personales «que resulta extraño publicar en revistas»[4]Ibíd., p. 548, es revelador de lo que ahora será el enfoque de Cioran.
En aras de la forma, la elegancia estilística, omnipresente en sus primeros escritos franceses, el escritor ahora sustituye la totalidad de la expresión de su tema: «No reducirse a una obra; sólo hay que decir algo que pueda susurrarse al oído de un borracho o de un moribundo»[5]CIORAN, E. M. 1982. Del inconveniente de haber nacido. Madrid: Taurus, p. 10. Incluso nos dirá que «sólo se deberían escribir libros para decir cosas que uno no se atrevería a confiar a nadie»[6]Ibíd., p. 31 .
Al cinismo de las primeras colecciones de aforismos, que testimoniaron un deseo de brillar a la manera de un La Rochefoucauld, le sucede la tranquila desilusión de aquel a quien sólo sus tormentos dan sentido a la existencia y al que, ah, vano consuelo, da paso a la envidia para dar testimonio de ello. El tratamiento literario privilegiado de esta intención de autodestruirse es tanto más revelador como que el suicidio es un tema recurrente, si no obsesivo, en Cioran.
En la posibilidad conferida al hombre para darse a sí mismo la muerte, vio el pensador el único consuelo o justificación que podía invocar ante la existencia: esta es la presencia de una salida. Mejor aún, tal afirmación permite, paradójicamente, seguir viviendo. La idea del suicidio es, pues, dueña de la vida, ejercicio mismo y sublime de la libertad. También es patrona de la belleza, el sol negro alrededor del cual gira una vida iluminada, y es allí donde reside lo que es esencial para Cioran: el nacimiento de un arte de vivir o sobrevivir, debido a la posibilidad constante de la muerte voluntaria.
Cioran se jacta de haber sacrificado todo a la idea del suicidio, incluso la muerte.
Pero, como la serenidad encontrada, obviamente, no es la especialidad de Cioran, se apresura a desestabilizar este precario equilibrio al denunciar la profunda hipocresía de tal posición. El ensayista se describe a sí mismo como un estafador de abismos, expresión que constituye el título de una de las secciones de su colección de silogismos, ya que está satisfecho con deambular por las profundidades y obtener así algo de vértigo, sin tener el coraje de sumergirse realmente en él. Desde aquí seguiría siendo una especie de espectador, tanto ante la vida como ante la muerte. El instante de Ibiza rompe el sentimiento de alteridad o extrañeza, porque, más allá de la postura filosófica, le hace pasar peligrosamente cerca de un final.
«Sin la idea del suicidio –dice en El Aciago Demiurgo[7]Cioran, El aciago demiurgo, Op. Cit., p. 34- se mataría uno de inmediato». Cioran ya no es colono del abismo. Muy al contrario, la implacabilidad y el impulso autodestructivo ahora le parecen realidades profundamente arraigadas, como si estuviese predestinado al suicidio antes de cualquier desilusión o experiencia. Lo que para la mayoría es una mancha, un fracaso o la manifestación de la desesperación absoluta, se convierte, para Cioran, en un signo de elección o elitismo porque el suicida, como el escéptico, disfruta de una lucidez particular que lo mantiene alejado de las ilusiones donde la masa está cegada.
Pero, más allá de la eterna inclinación aristocrática del autor, lo más sorprendente de esta reinterpretación de una experiencia personal sigue siendo el hecho de que recicla, en una nueva perspectiva, la idea de una predestinación. Mientras que, en el pasado, la evocación de un pecado original o de una primera corrupción le sirvió de pretexto para grandes generalizaciones antropológicas, ahora que ha arraigado su universo a una dimensión más íntima, la noción de su naturaleza humana viciada le sirve como red analítica para el estudio de su propio caso.
Cioran cambia mucho menos la visión del mundo de lo que, en verdad, intenta adaptar las bases de su metafísica al marco de su existencia diaria. El suicidio o más bien, la oscura tentación de éste, se transforma, en el curso de sus reflexiones, en un símbolo de su separación perpetua entre varios aspectos del mundo. Deviene mera existencia.
Si tal acto, llevado a cabo, representa la suerte de aquellos que, bajo el golpe de un dolor o una derrota, dejan de soportar la vida, su sola evocación, tanto complaciente como incesante, es «propia de quien no puede ni vivir ni morir, y cuya atención nunca se aparta de esta doble imposibilidad»[8]Ibíd., p. 37.
El escritor llega así a avanzar la tesis paradójica de que sólo los optimistas se suicidan porque todavía tienen suficientes ilusiones para lamentar un paraíso que imaginan perdido para siempre, mientras que los pesimistas, si manifiestan una evidente fascinación por la autodestrucción, permanecen demasiado empantanados en su propia desgracia para realmente tener la capacidad de asumir tal acto hasta el final.
«No merece la pena matarse, escribirá, ya que uno siempre lo hace demasiado tarde»[9]Cioran, Del inconveniente…, Op. Cit., p. 35. Lo grandioso, la verdadera evolución de Cioran en relación con sus comentarios pasados, no es tanto el hecho de querer suicidarse realmente -para anular la falsa posición, según él, del estafador de abismos, sino más bien, habitar en una nueva perspectiva de una filosofía práctica. En otras palabras, una forma de vida aplicable a la vida cotidiana que ya no considera como traición cualquier intento de acomodación con la existencia.
Resistir la llamada al vacío es una muestra de falta de autenticidad mucho menor que una simple promesa de sabiduría por parte de alguien que ahora está demasiado desilusionado para creer que la nada tiene más que ofrecer que el ser. La posibilidad del suicidio, en Cioran, aparece así como la versión individual, reducida a la escala humana de las proyecciones de un Apocalipsis, o un fin de los tiempos, propuesta por el escritor en sus ensayos anteriores.
Lo importante no es tanto salir realmente de la vida o la historia sino preservar la impresión, cuando todo sale mal, de que todavía hay una salida.
Y si, a veces, la tentación del fin parece harto palpitante es porque la monotonía ambiental condena al hombre, con o sin patria, a la expectativa, a un estancamiento que en ciertos momentos se verá tentado a su reemplazamiento por un incidente, sea este el que sea, incluso el último de todos los incidentes.
El surgimiento de esta actitud estoica en Cioran no va acompañado de una completa reconciliación con el universo, tal como lo atestigua el apego del escritor a la idea de la predestinación: el mundo tal como lo conocemos sigue siendo, como se dijo en ensayos anteriores, sospechoso en su propio principio.
A la reducción personal o individual de la urgencia del fin corresponde así una transposición similar de la obsesión con la génesis. Al horror inspirado en los inicios de la humanidad se le substituye por lo que será el tema principal de su gran libro de este período: una obsesión por el nacimiento, una reflexión sobre los inconvenientes del nacer mismo.
Esta, y no otra, es la fórmula definitiva del pesimismo: nadie pidió nunca nacer.
Título: Cuadernos (1957-1972) |
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Referencias
↑1 | CIORAN, E. M. 2002. Cahiers 1957-1972. Paris: Gallimard, p. 392 |
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↑2 | CIORAN, E.M. 1993. El aciago demiurgo. Barcelona: Círculo de Lectores, p. 37 |
↑3 | Cioran, Cahiers, Op. Cit., p. 523 |
↑4 | Ibíd., p. 548 |
↑5 | CIORAN, E. M. 1982. Del inconveniente de haber nacido. Madrid: Taurus, p. 10 |
↑6 | Ibíd., p. 31 |
↑7 | Cioran, El aciago demiurgo, Op. Cit., p. 34 |
↑8 | Ibíd., p. 37 |
↑9 | Cioran, Del inconveniente…, Op. Cit., p. 35 |