El tipo se apostó en la barra con cara de pocos amigos. Cantaba como una mosca en un vaso de leche: gabán largo, sombrero incrustado hasta el entrecejo y una escopeta en la mano. El camarero se le acercó con la excusa de pasar el trapo.
—¿Qué va a ser?
Aprovechó para mirarlo de arriba abajo. Debía medir, por lo menos, metro noventa.
—Morid o marchaos –contestó.
A sus palabras la cantina calló de golpe. Se fueron levantando uno por uno, muy despacio, hasta que el corro de infames criaturas lo rodeó esgrimiendo las mejores galas del bestiario: miradas denostadas, hercúleos brazos, zarpas ensangrentadas y dientes afilados.
El cazador de monstruos amartilló el arma y disparó al techo. Sumido en la oscuridad que emanó de la bombilla quebrada se sucedieron gritos, fogonazos y lamentos.
Minutos más tarde, el hombre salía del armario. Arrastraba una cuerda, y del otro extremo, como si se tratara de un petate, los cuerpos sin vida de todos ellos.
Se acercó a la cama, le dio un beso al pequeño, y le aseguró sonriente que tendría felices sueños.