No es extraño que vuelva a detenerme en una obra de Williams. Todas ellas rezuman humanidad, ofreciendo al lector (o espectador de teatro) un cóctel de frustraciones y pasiones contenidas entre sudor, latido y sacudida. «Verano y Humo» se escribió en Roma y fue puesta en escena en el Music Bor Theatre de Nueva York en 1948; también cuenta con una adaptación al cine dirigida por Peter Glenville (Summer and smoke, 1961).
Su autor no concibe una escenografía limitada y cerrada, pues «las secciones de pared sólo se usan cuando se las requiere por razones funcionales»[1]WILLIAMS, Tennessee. 1951. «Verano y humo», en Teatro. Buenos Aires: Losada, p. 214.. Las puertas y las ventanas se sugieren con armazones ligeros; el espacio se define sin necesidad de barreras físicas, rígidas, reducidas. Existen tres zonas donde se desarrolla la trama: un consultorio médico, el promontorio de un parque o plaza –con un ángel de piedra en el centro- y una rectoría episcopal. El cielo ha de aparecer como fondo en escenas interiores y exteriores, utilizando la iluminación como elemento fundamental en la sucesión de las escenas. El telón sólo se utilizará en el entreacto; la fluidez ha de ser ininterrumpida. Sus personajes están encadenados a sí mismos; sus muros no son materiales, sino intrínsecos.
Alma es una buena chica, tímida y recatada, a la sombra de un padre predicador y de una madre con demencia senil. Es tan etérea y espiritual que resulta ñoña y anticuada. Sin embargo, sus convicciones son reales, más allá del juicio que unos y otros puedan hacer de ellas. John, que desde niño se ha sentido atraído por la joven, coquetea con todas, desobedece a su padre –el médico del pueblo-, no cumple sus promesas y vive como si cada día fuera el último. Él no posee ningún ideal, sólo se deja llevar para no tener que pensar en ello. A su alrededor, Rosa González, que lucha desde niña por salir de un entorno hostil, maloliente y humillante; también, Nellie con su candor adolescente y su atractiva picardía.
Todo es una alegoría: cada escena, cada plano, cada diálogo, cada metamorfosis.
También el momento donde ambos discuten ante una lámina de anatomía; mientras John le habla de lo tangible y le pregunta dónde se encuentra el espíritu, Alma le asegura que existe aunque no pueda situarlo en ninguna parte del cuerpo humano. Ella, un ser sensible, impresionable, místico; un volcán amordazado por prejuicios y orgullos, que se comporta como la madre que murió prematuramente para John. Él, práctico, derrochador e inestable, concibe la vida como un estómago que hay que alimentar: el cerebro, con la verdad; el vientre, con alimentos; el sexo, con placer y amor. Ambos se buscan desesperadamente –cada uno a su manera-, pero no se encuentran nunca; interpretan el mundo con prismas incompatibles, donde las «huellas de Dios» parecen insuficientes para explicar el binomio indivisible entre orden y caos que tiene lugar en el organismo humano.
Tennessee Williams vuelve a hacer visible una realidad dura -estigmatizada durante siglos- en una época donde en Estados Unidos aún existían los sanatorios, se practicaban lobotomías y las duchas heladas se usaban como tranquilizantes. «La cruz» del reverendo Winemiller es su esposa, que lo avergüenza pidiéndole helados de fresa a todas horas y robando sombreros con plumas cada vez que puede. Alma intenta cubrir el espacio de su madre realizando sus tareas y tratándola como si fuera una niña; le permite todo aquello que se prohíbe a sí misma. Sin embargo, no puede evitar culparla de su desdicha, de gritarle sin piedad que «eres tú quien me ha arrebatado la juventud»[2]Ibíd., p. 248; porque las patologías mentales, a veces exponen el lado más mezquino y ruin de las personas, porque la madre de Alma –enajenada por algún trastorno- llega a mostrarse maligna y cruel al burlarse de ella por espiar a John entre visillos.
Tampoco podemos dejar de mencionar sus alusiones a la homosexualidad, aunque en este caso concreto tan sólo le dedique un momento. Se trata de un diálogo entre Alma y su alumna Nellie, La joven le confiesa que comenzó a tomar lecciones de canto porque le gustaba ella, ya que había notado un entusiasmo general hacia las chicas. El autor aquí concede distensión y naturalidad a este hecho, convirtiéndolo en una charla relajada. Durante el mismo, Nellie no tiene miedo y se expresa con libertad, sin temor a ser señalada o reprendida por una conducta que no es precisamente aceptable –por la época y la sociedad-. Del mismo modo, Alma escucha y no hay signos de alarma o rubor en ella. Pareciera un confesor que recibiera un mensaje íntimo, pero que no juzga, ni aconseja. ¿Quiso el dramaturgo transmitir una actitud adelantada a su época, utilizando el teatro como espacio neutro en el que dar rienda suelta a deseos y esperanzas?
Williams tenía predilección por los personajes femeninos atormentados y el sur de Estados Unidos, por el verano y el calor sofocante.
Y sofocante es esta historia donde dos seres, bajo la atenta mirada de un ángel de piedra llamado Eternidad, intentan seducirse y entregarse por completo. ¿Por qué cuando Alma decide despojarse de sus miedos, John se mantiene en la línea de la mesura y la reserva? Como dos personas que se visitan al mismo tiempo y cada uno descubre que la otra ha salido y que la puerta está cerrada»[3]Ibíd., p. 301; como si el destino –para el que así lo crea- los colocara en un laberinto en el que uno caminara junto al otro, separados siempre por un muro, presintiéndose, apenas rozándose.
La señora Winemiller, sentada ante su rompecabezas, siempre se queja de que las piezas no concuerdan. Tennessee Williams era un maestro de los puzles. Nosotros –sus lectores- hemos de encajarlas, aunque eso signifique buscarlas bajo la alfombra.
Título: Teatro |
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