Miraste las dos botellas vacías que rodaban por tu lado de la mesa a modo de descargo, como si tu enésima borrachera fuera la eximente perfecta que andabas buscando: de la opípara cena quedaba una legión de platos sucios, cubiertos desperdigados y las trazas de vergüenza ajena que los invitados habían disimulado en el educado esfuerzo de guardar la compostura ante tus excesos. Parapetada en el impoluto blanco del vestido que te había regalado me escuchaste llamarte impertinente, niñata, puta y malcriada. Tú solo te acercaste la copa y preguntaste: «¿Bebemos?». Sabías bien que cama y perdón son la misma palabra.