Después de una somera consulta médica al psicólogo de cabecera sus padres decidieron atajar su problema e hicieron desaparecer todos los lápices de la casa. Ella por si acaso no se cansó de rebuscar a la mañana siguiente algo con lo que escribir: entre la ropa, debajo del armario, entre sus muñecas… hasta que por fin le conminaron desde la cocina para que terminara de arreglarse, que iba a llegar tarde. Desolada, por un perro al que solo ella veía y al que le dibujaba un hueso en su libreta cada noche antes de acostarse, se marchó al colegio. Su párvula imaginación hizo el resto, y al llegar comprobó que sin nada que comer su peludo amigo del alma se había marchado; ya no estaba. Ahora tiene treinta años, vive con un labrador, y cuando va a dar las buenas noches a su hija le recuerda que la quiere y que debajo de la cama siempre tiene, siempre le deja, siempre de los siempres, hay un plastidecor.