Hoy llevo casi toda la tarde paseando por el prado, correteando entre las amapolas como si fuese un niño, tumbándome sobre la yerba boca arriba y contemplando el lento vagar de las nubes blancas sobre el todavía luminoso cielo azul del atardecer. Me gustan las amapolas. Siempre me han gustado. De niño retozaba durante horas entre los verdes trigales salpicados de rojo; después, a medida que yo iba creciendo, el cultivo del cereal fue desapareciendo y con él las amapolas. Hace un mes volví a encontrarlas. Aunque no sean las originales, me impresionan.
También hoy, como cada día, al llegar al prado he saludado a Camile, siempre con su sombrilla abierta, y a la pequeña Jean; madre e hija siempre paseando en el mismo lugar, entre la hierba, junto a las amapolas. En cambio, en todo este tiempo que llevo viniendo a este hermoso campo no he podido cruzar una palabra con esa otra señora y la niña que pasean sobre el Montículo de las Amapolas, como yo lo llamo, ni siquiera sé sus nombres; en cuanto me ven aparecer dan la vuelta y regresan apresurando el paso hacia la casona que emerge allá al fondo.
Llevo queriendo ir a la casona desde el primer día, pero el encanto de las amapolas me detiene, me atrapa entre el rojo de sus flores y me adormece al frescor del herbaje. Ahí tumbado, hoy, por primera vez, me ha invadido una cierta inquietud: no deseo abandonar este mundo colorido, sobre el que nunca cae la noche.