Pedro Sánchez Negreira (Montevideo, Uruguay, 1966) es un gallego del Río de la Plata que desde 1989 reside en La Coruña, España. Declara ser un lector que escribe. Ha participado como autor en el libro «DeAntología. La logia del microrrelato», antologado por Rosana Alonso y Manu Espada y publicado por la editorial Talentura; así como en las antologías digitales «Grandes microrrelatos de 2011» y «Destellos en el cristal» (ambas publicadas por la Internacional Microcuentista) y en «Lectures d’Espagne, une anthologie vivante. Auteurs espagnols du XXI siècle » en la que se incluyen tres de sus microrrelatos traducidos al francés. Asimismo, ha visto una de sus piezas traducida al polaco y publicada en la revista Charaktery. En diciembre de 2013 publica «Verde como el hielo», su primer libro de microrrelatos, en la Colección «Lenguas de Ornitorrinco» de la Editorial Zaera Silvar.
Podemos saborear más letras de Pedro Sánchez Negreira en su blog y disfrutar a continuación de tres de sus microrrelatos.
CARDIOPATÍAS
A Javier Ximens,
camarero, maestro, amigo.
Lo traje a vivir con nosotros cuando le dieron el alta del hospital, a pesar de mi vieja promesa de no volver a dirigirle la palabra. He de confesar que nunca llegué a perdonarle; pero alguien tenía que hacerse cargo de él. Ahora se pasa los días sentado en su silla de ruedas, oteando la vida desde la ventana, en un escorzo difícil que le da ese aire pensativo del que oye una música que no conoce, y las pocas veces que me mira lo hace con el mismo odio con el que lo hacía cuando me veía en casa y mascullaba no puedo creer que este maricón de mierda sea mi hijo. Yo, aunque no quiero, tengo que hablarle. Al principio sólo le decía lo imprescindible. Palabras simples, órdenes que evitaban el por favor, que lo ayudaran a entender lo que necesitaba de él al levantarlo o acostarlo, al asearlo o cambiarle de ropa. Me resultaba difícil asimilar el desprecio con que me seguía mirando. Mantenía el mismo rictus de inquina que tenía la mañana de domingo en que me echó de su casa. Aún puedo oír aquel grito de si vuelves por aquí te mato que se impuso sobre el llanto de mamá. Ahora ya me he acostumbrado a esa mirada hosca y su desprecio no me afecta. Al contrario, le provoco contándole mi vida; la que él cree que conoce y —sobre todo— la que no ha conocido. Le confío todos mis secretos, lo que me vi obligado a hacer para salir adelante, para poder estar tal como estoy ahora, y me recreo en los detalles de mis fracasos amorosos, que fueron innumerables. Él no lo soporta, se le nota mucho, aunque intente disimularlo. Eso sí, por cómo me mira sé que lo que más odia es ver cómo me besa mi marido cuando llega a casa. Por eso, a esas horas, siempre intento estar sentado frente a él, para contemplar esa lágrima solitaria que se le escapa despacio de su ojo izquierdo.
NEGLIGENCIA
Llegas a urgencias inconsciente e inmovilizado en la camilla. Despiertas para oír cómo el médico que te atiende ordena «Resonancia y al quirófano». A pesar del dolor –agudo, abrasador– en lo único que piensas es en cómo explicarás qué hacías saliendo de aquel motel en vez de estar trabajando. Aún aturdido, traspasas las puertas del quirófano e intentas componer tu mejor gesto cuando, a pesar de todo el alboroto, entrevés quién será tu anestesista y suspiras pensando en que para él, tú solo eres uno más en esa tarde de tormenta.
Sabes –¿cómo no vas a saber?– que el Dr. Godoy es el marido de Martita, «el mejor culo que traspasara el portal del Club Náutico en sus ciento diez años de historia». ¿Cuántas rayas habréis compartido Martita y tú –aprovechando sus guardias y congresos– sobre la sonrisa indolente del doctor, en la foto de veinte por treinta, en marco de plata maciza, de su luna de miel en Nassau? Te alegras –y mucho– de que al llegar a urgencias te hubieran despojado del Tag Heuer que pertenecía a Godoy y que Martita te obsequió aquella noche en que le contaste cuánto deseabas tener un reloj así. «Ya lo convenceré de que lo ha perdido» te dijo mientras lo colocaba en tu muñeca izquierda. Ella siempre ha sido generosa, para regalar y para regalarse.
«¿Fumas mucho, verdad? Deberías dejarlo ya. Tu oxigenación en sangre es penosa» te dice Godoy en un tono de barítono que se impone al ruido que generan las enfermeras y las máquinas del quirófano. Respondes con tres síes murmurados con voz árida, porque –aunque encontraras las fuerzas suficientes– crees que es mejor que sugerirle que se vaya a tomar por culo.
«Ahora, tranquilito, vas a contar desde cien hacia atrás, que vas a dormir» te susurra Godoy al oído, como paladeando cada sílaba. Entonces le miras y descubres que esa sonrisa abúlica que le conoces forma parte de su estrategia para distraer la atención de la inquina que escupe su mirada aviesa. «Hi-jo-de-pu-ta» es lo último que le oyes mascullar antes de que se te cierren los ojos.
DESVELO
Desde hace meses, intuyo que alguien me sueña. Confieso que esto es algo que me resulta difícil de comprender porque yo jamás he soñado o –al menos– nunca he recordado un sueño al despertar. Al principio creí que quien me soñaba era una mujer, aunque no la mía sino otra y me sentí –de una forma paradójica– halagado. Sabía que no podía ser mi esposa porque ella no sueña conmigo, o dicho de forma más explícita, Clara no tiene sueños, sólo tiene pesadillas en las que –de modo inexorable– siempre participo. Así es que disfruté durante un tiempo intentando imaginar a esa mujer que me soñaba, jugando a pensar sus deseos, pretendiendo descifrar por qué yo y no otro, preguntándome por qué no se decidía a seducirme apareciendo en el bar de siempre; se lo hubiese puesto muy fácil. Debo reconocer que durante ese período mi autoestima rozó el absurdo; pero yo nunca he sido un hombre al que la fortuna haya mimado. Hace tres semanas, en el duermevela de la siesta de sofá de los domingos, percibí que quién me sueña no era la mujer que yo creía, sino un tipo que no me gusta. Aún no sé cómo pude haber estado tan confundido, pero me sueña un hombre; fuera de toda duda. Un hombre acorchado, calvo, de dientes terrosos y olor a aceite quemado. He intentado disimular, pero creo que él ha notado que lo he descubierto. Desde entonces, él aparenta que no me sueña, que jamás me ha soñado y yo simulo que no sé quién es él y que sigo convencido de que soy real y sólo imagino que una mujer me sueña. Ahora lo que me desasosiega es descubrir quién de los dos es quien finge ser.