Pensemos por un momento en lo inquietante que puede resultar que la persona en la que se ha depositado fe y confianza resulte ser, de repente, alguien a quien no podemos reconocer. Imaginábamos, en efecto, que era digna de confianza, comprometida, sensata; tal vez creíamos incluso que era el amor de nuestra vida. Entonces uno se da cuenta de que no es lo que parecía. No son buenos tiempos para las relaciones humanas. Todo el mundo sabe que la Plaga se aproxima, que se extiende rápido. Era profético aquel bardo judío de Montreal. De todos modos, lo que no a todo el mundo le ha ocurrido es despertar, un buen día, y darnos cuenta de que alguien que conocemos no es él mismo, sino un impostor. No se trata de un sociópata que se ha colado en nuestra vida con un truco o señuelo. Se trata de alguien que se parece a X o a Y, que habla como él o ella, pero del que estamos completamente convencidos de que no es X o Y. Naturalmente, puede ser el síndrome de Capgras o Fregoli, una ilusión de Sosias. Con el paso de los años, los psiquiatras y neurólogos han determinado que esta afección puede desencadenarse por lesiones cerebrales o afecciones neurodegenerativas como la enfermedad de Alzheimer. Sean cuales sean las causas profundas, debe de ser aterrador, sin duda, creer de repente que una persona importante en nuestra vida es un impostor. Pero, ¿y si no estuviéramos equivocados? ¿Y si fuéramos personas perfectamente cuerdas y nos diéramos cuenta de que alguien cercano ha sido suplantado? Peor aún, ¿qué pasaría si todo el mundo empezara a creer lo mismo de golpe? Nadie es lo que parece. Nadie es de fiar. Así nacen algunas historias de ciencia ficción, incluso de terror clásico. Verbigracia, Who Goes There? (John W. Campbell, 1938), que daría lugar a varias producciones cinematográficas, entre las que destaca la obra maestra de Howard Hawks, El enigma de otro mundo (1951); The Puppet Masters (Robert A. Heinlein, 1951), Quatermass II, el libreto de Nigel Kneale, en el que el científico homónimo descubre una conspiración que implica la infiltración alienígena en las altas esferas del gobierno británico, The Midwich Cuckoos (John Wyndham, 1957)[1]Que han dado, además, en muchos casos, estupendas versiones para la gran pantalla, entre las que cabe citar El enigma de otro mundo (Howard Hawks, 1951), Quatermass II (Val Guest, 1957), Devoradores de cerebros (Bruno VeSota, 1958) y, por supuesto, El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960).… todas ellas, en fin, describiendo amenazas de alienígenas que parecen humanos y que quieren apoderarse de los humanos de forma invisible, sustituyendo nuestra individualidad por un todo homogéneo de ideas afines. La tenebrosa alegoría –el peligro comunista y sus intentos por despojarnos de la identidad individual- está servida.
En esas lindes se mueve The Body Snatchers, la novela que Jack Finney escribió en 1954. Tanto ella como su fidelísima primera adaptación cinematográfica, La Invasión de los Ladrones de Cuerpos (Don Siegel, 1956), narraban la escalofriante historia de un médico de provincias que, al regresar a Santa Mira, un pequeño pueblo del sur de California en el que se desempeña, descubre que un grave mal acecha a algunos habitantes del lugar: la gente clama que sus amigos y parientes no son, aunque lo parezcan, las personas que eran. El médico no sólo descubre que, en efecto, carecen de emociones plenas, sino que existe una serie de plantas misteriosas que empiezan por parecerse a las personas y luego se apoderan de ellas mientras duermen. Extraordinario punto de partida. Si uno analiza el film de Don Siegel, sabemos que estamos, a mi juicio, ante la cumbre cinematográfica de la paranoia sobre la subversión aunque difieran los finales de ambas, novela y película. En la primera, Becky y Miles, los protagonistas, se enfrentan al enemigo y deciden plantar cara a las extrañas vainas, consiguiendo quemar a algunas, hasta que los invasores deciden que el planeta es demasiado inhóspito y vuelan al espacio. América está salvada. Empero, en la película, mucho más pesimista en origen, los productores obligaron a Siegel a añadir una escena introductoria y una escena final en la que se avisa a Washington, cumbre de la democracia norteamericana, y al FBI, azote contra la subversión comunista donde los haya.
Es verdad que han sido muy distintas las interpretaciones hechas sobre la película, donde hay quien incluso ha visto una alegoría anti-McCarthyista (sic). Pero, para quien firma estas líneas, la película de Siegel es, ante todo, una potente parábola anticomunista, con basamentos bien anclados en su tiempo. Consideremos, por ejemplo, que los sustitutos –llamémosle la gente vaina– es, sin otra cosa, una sociedad regimentada y carece de cualquier signo de individualidad. ¿No posee la metáfora vegetal, acaso, serísimas connotaciones con el crecimiento del comunismo en el fértil suelo americano, similar al alienígena de El Enigma de otro Mundo, que además comenzaba por invadir la simbólica Alaska? Esa gente vaina es fría, carente de emociones, sin un mínimo sentimiento personal ante la vida, exceptuando su deshumanizada expansión. Ni siquiera se inmutan cuando un perro es atropellado delante de ellos. Su modo de vida es extremadamente organizado y autoritario. Una escena crítica, a mi juicio, es el discurso de uno de los alienígenas, que le habla a Miles acerca del mundo nuevo. Ese brave new world, a la vez tan orwelliano, en el que la filosofía principal es la carencia de sentimientos, libre albedrío, opciones morales y religiosas, ira, lágrimas, dolor, pasión o emoción. La sustitución significará, en palabras del personaje, renacer en un mundo sin problemas, donde todo el mundo es exactamente igual. Se trata de Danny Kaufman, psiquiatra que uno imagina, de repente, liderando alguno de los tristemente célebres lavados de cerebro en los manicomios soviéticos: No hay necesidad de amor […] El amor, el deseo, la ambición, la fe: sin ellos, la vida es tan sencilla… La respuesta de Miles, el médico y héroe, es definitoria: Sólo cuando tenemos que luchar para seguir siendo humanos nos damos cuenta de lo preciosa que es nuestra humanidad. Para la gente vaina, aunque el modus vivendi implicase que no habría amor, también se descartaban el odio, la guerra y los crímenes pasionales, todo ello asociado a la cultura capitalista (recordemos que, incluso años después, en el caso del canallesco Chikatilo, el gobierno soviético negó sistemáticamente que se tratase de un asesino en serie, pues tal cosa era impensable dentro de esa sociedad). Sería, pues, un mundo sin discordia. Para los estadounidenses de finales de los años cincuenta –y así era también en gran parte de Europa-, una sociedad que negaba la libertad de pensamiento –o de emociones- era una sociedad comunista. Pienso, por todo ello, que los argumentos de que La Invasión de los Ladrones de Cuerpos es una parábola anti-McCarthy son, no por ingeniosos, poco o nada convincentes. Pensemos en la escalofriante escena en la que la gente de Santa Mira se reune en la plaza central para recibir las órdenes del día. Allí, un jeep se acerca y un oficial militar reparte órdenes y distribuye las vainas. Esta escena es la imagen por excelencia del socialismo que llevaban consigo los años cincuenta, una visión del comunismo subvirtiendo primero y tratando de derrocar, después, a los Estados Unidos.
Pero observemos, además y por un instante, la figura del director, Don Siegel, que comenzó su carrera con películas de propaganda progubernamental como ¡Hitler vive! (1946) o la sangrante parodia anticomunista No es tiempo de flores (1952), y fue el artífice, como es bien sabido, de la extraordinaria y reaccionaria Harry el Sucio (1971). Teniendo en cuenta estos antecedentes, se puede argumentar, y con cierta confianza, que La Invasión de los Ladrones de Cuerpos –versión de 1956- contiene, sin otra cosa, una agresiva diatriba anticomunista. Obsérvese, por ejemplo, cómo, cerca ya del final de la película, el doctor Bennell (Kevin McCarthy) se da a la fuga y pide ayuda a su enfermera y secretaria, Sally. Va a su casa, se asoma a la ventana y descubre que ella misma está celebrando una reunión con la gente vaina. Se trata de una reunión secreta, tal vez no muy distinta de las que imaginaron McCarthy y sus coadjutores: comunistas y simpatizantes trabajando a puerta cerrada contra el bien común de los estadounidenses. Pero es que, además, el guion de la película, cuyos diálogos siguen con fidelidad la novela de Finney, añade una nueva palabra a la diatriba del héroe contra la gestualidad sin emociones de los alienígenas. En el libro, Miles se queja de que sin emociones no hay ambición ni amor. En la película, añade la palabra fe a esa lista. Una vez más, el miedo al comunismo sin Dios es evidente en la película, y la adición de la palabra fe a las cualidades perdidas bajo la invasión enlaza directamente con las leyes del Congreso que restablecían a un Dios cristiano como patrocinador de América[2]El 14 de junio de 1956 las palabras Under God (Bajo Dios) se añadieron oficialmente al Juramento de Lealtad y el 30 de julio siguiente In God We Trust (En Dios Confiamos) se convirtió, por ley, en el Lema Nacional.. El colectivismo parece ser la tónica dominante en el pensamiento de los alienígenas. No puede ser una coincidencia que el puesto de verduras de los Grimaldi, que en su día fue una empresa próspera y de gran éxito –bajo mano humana-, se hunda al ser gestionado por los alienígenas deshumanizados. En un mundo de colectivismo, parece decir la película, el capitalismo muere.
Así que, lejos de mantener que únicamente se condensa en la obra maestra de Siegel cada minúsculo aspecto de la paranoia generalizada y totalmente ilógica, yo diría que capta el sentimiento de la misma a la perfección. Estos aterradores ladrones de cuerpos, capaces de adoptar la apariencia de amigos y familiares para que nunca sepamos realmente quiénes son los enemigos, carentes de sentimientos, intereses o aficiones, sólo tienen un propósito: que todos los humanos sean semejantes. Haciendo gala de un reparto fenomenal –donde, además de los protagonistas, destacaría a Larry Gates como escalofriante psiquiatra, a King Donovan como escritor que, en principio, ayuda al protagonista a desvelar la verdad, Whit Bissell como médico que, en el final, cree la historia del protagonista e incluso a Sam Peckinpah como lector de contadores de gas que se dedica, en su tiempo libre, a llenar los sótanos de vainas. La naturaleza propagandística de la película es más evidente en la forma en que decide cerrar. Después de que el personaje de McCarthy escape por fin del pueblo, corra hacia la autopista y descubra que algunos camiones están saliendo ya de Santa Mira, llenos de vainas, llega a la consulta de un médico, les cuenta la historia, y por un giro del destino –tal vez el último intento de Dios por preservar la especie humana, como en el imponente sacrificio de Robert Neville en El Último Hombre Vivo (Boris Sagal, 1971)- consigue que le crean y pidan refuerzos a una institución como el FBI. No podrían ganar los comunistas: el pueblo estadounidense necesitaba saber que aún había esperanza, que pueden todavía mantenerse fuertes contra la amenaza.
Aunque nos aleje un poco de las intenciones iniciales de este artículo, sí quisiera dedicar unas palabras al legado de La Invasión de los Ladrones de Cuerpos, en particular los tres remakes a los que ha dado lugar: La Invasión de los Ultracuerpos (Philip Kaufman, 1978), Secuestradores de cuerpos (Abel Ferrara, 1993) e Invasión (Oliver Hirschbiegel, 2007). Todas importantes por derecho propio, aunque la calidad termine por ser algo decreciente en la última de ellas. La versión de Kaufman está protagonizada por Donald Sutherland como el médico que descubre la conspiración en el pintoresco San Francisco de finales de los setenta. Incluso aparece Kevin McCarthy en un cameo, corriendo entre el tráfico y gritando advertencias sobre los invasores alienígenas, como hacía al final de la película original, o Don Siegel conduciendo un taxi. Sin embargo, esta película termina con una nota pesimista: rodeada de alienígenas, Nancy Bellicec (Veronica Cartwright), todavía humana, se emociona al ver a su amigo Bennell, pero cuando corre hacia él se da cuenta de que también ha sido sustituido por un replicante alienígena. Esta película hace especial hincapié en el hecho de que la gente vaina puedan ser plantas que han huido de su propio planeta moribundo. Como resultado, el filme de Kaufman, que se adentra más claramente en el terreno del terror (incluyendo numerosas imágenes gráficas de terror corporal), puede considerarse una especie de película de venganza de la naturaleza. Los temas de la Guerra Fría de la película original se han abandonado casi por completo, y se podría ver quizá como una forma de ciencia ficción ecologista que advierte no contra la subversión comunista o la represión anticomunista, sino contra las consecuencias potencialmente nefastas de la irresponsabilidad medioambiental. La tercera versión se aleja aún más del libreto original. Se sitúa en una pequeña ciudad militar del Sur y presenta a un agente de la Agencia de Protección Ambiental que ha traído a su familia consigo en un viaje para inspeccionar un almacén de productos químicos tóxicos en la base militar que domina la ciudad. En realidad, esta película –la mejor, sin duda, del imposible Abel Ferrara- posee los mejores efectos especiales de las tres y deviene parábola antimilitarista, así como también la más pesimista, ya que termina con la sugerencia de que los alienígenas replicantes podrían haber completado la toma del control de todo el planeta. Por último, Invasión (2007) presenta a una psiquiatra, la doctora Bennell (Nicole Kidman), que descubre cómo la posesión alienígena se propaga en este caso por un virus, aunque pueda, al fin, crearse una vacuna que salve al mundo.
De todas formas, es evidente que la atmósfera paranoica de La Invasión de los Ladrones de Cuerpos también acaba por relacionarla con novelas –y sus respectivas adaptaciones a la gran pantalla- ajenas al género de la ciencia ficción. En particular con dramas y thrillers de espionaje de la Guerra Fría, como The Fearmakers (1958), excelente película de Tourneur, en la que se descubre cómo una empresa de relaciones públicas está controlada en secreto por comunistas decididos a socavar el gobierno estadounidense; Tormenta sobre Washington, de Allen Drury, que adaptaría con sapiencia Otto Preminger, sobre la posibilidad de que un antiguo comunista se convierta en Secretario de Estado norteamericano; El Mensajero del Miedo, de Richard Condon –versionada por John Frankenheimer en una de sus obras maestras- en la que la toma de control de los seres humanos por invasores alienígenas se sustituye por la toma de control de las mentes estadounidenses por el lavado de cerebro comunista y tiene también, pienso, un claro parecido familiar con el thriller de conspiración paranoica como El Último Testigo (The Parallax View, 1974), de Alan J. Pakula, donde el asesinato de un candidato al Senado de los Estados Unidos destapa una conspiración aterradora. Sea como fuere, amén de las connotaciones anticomunistas, si algo hace de La Invasión de los Ladrones de Cuerpos un filme eterno es el hecho de que, a pesar de ser una película de género sencilla en apariencia, tiene la rara habilidad de abordar infinidad de temas en su contexto histórico contemporáneo, convirtiéndola, además, en uno de los productos culturales centrales de su tiempo y acabando con cualquier noción de que la ciencia ficción necesita desvincularse de la realidad contemporánea para ser imaginativamente poderosa.
No obstante su conciencia social, La Invasión de los Ladrones de Cuerpos es también literaria, apasionada y convincente, quizá la encarnación misma –puede que la palabra esté muy bien elegida- de las posibilidades del cine de terror. El pegajoso nacimiento de los habitantes de la vaina y los humanoides en blanco tumbados en mesas de billar son imágenes aún perturbadoras. La larga persecución final de la película, con el ostinato de una bocina antiaérea, es una de las persecuciones más ingeniosas y llenas de suspense jamás filmadas. Esta obra maestra absoluta hace aflorar nuestros miedos a la pérdida de identidad y localiza la amenaza a esa identidad no en una amenaza marciana, sino en nuestras propias almas. Lo único que nos pide es que nos enfrentemos a la ortodoxia sin sentido de nuestro yo social y la aniquilemos con una horquilla. Incluso es sabido hoy que, en medio del rodaje, Don Siegel entró en casa de la actriz protagonista, la bellísima Dana Wynter, y metió una de las cápsulas de atrezo debajo de su cama, dándole un susto de muerte. Puede decirse que, durante casi sesenta años, La Invasión de los Ladrones de Cuerpos ha mantenido al público temeroso de encontrar una de esas dichosas cápsulas bajo la cama. Así que mi propuesta sigue siendo la misma: vigilad (todavía) los cielos, porque podemos ser los siguientes.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | Que han dado, además, en muchos casos, estupendas versiones para la gran pantalla, entre las que cabe citar El enigma de otro mundo (Howard Hawks, 1951), Quatermass II (Val Guest, 1957), Devoradores de cerebros (Bruno VeSota, 1958) y, por supuesto, El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960). |
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↑2 | El 14 de junio de 1956 las palabras Under God (Bajo Dios) se añadieron oficialmente al Juramento de Lealtad y el 30 de julio siguiente In God We Trust (En Dios Confiamos) se convirtió, por ley, en el Lema Nacional. |