Comentario de LE BRETON, David: Elogio del caminar. Siruela, Madrid, 2020.
Hacemos lo que podemos en medio de la plaga. Intentamos salvar la ternura, esos delicados vínculos que hacen a la vida digna de ser vivida, sometidos a un reto permanente sobre los significados del vivir y de la dignidad. Interpelados de muchas maneras, desde diferentes lugares, y con voces que a menudo no saben nada de lo amable, de lo feliz o de la dulce quietud de otros días. Hacemos lo que podemos, por ejemplo convenir para algún regalo en vacaciones. Mi amiga lo ha hecho con un pequeño libro, pero lleno de esos bellos consuelos que suele proporcionar la inteligencia. El autor, David Le Breton, no es tampoco la primera vez que lo traigo a estas páginas, ya lo hice a propósito de su ensayo «Desaparecer de sí», que leía entonces con el de Pierre Zaoui sobre la discreción.[1]GARCÍA CAPARRÓS, Julio: Ser el Gran Houdini sin público, en Amanece Metrópolis, 26 de junio de 2017. Recuperado de: https://amanecemetropolis.net/gran-houdini-sin-publico/ Así que se trata de un reencuentro en todos los sentidos del término. A lo mejor porque desde que lo publiqué hasta hoy reencontrarse ha adquirido una nueva tonalidad épica. Se puede caminar en compañía, de hecho Le Breton se inclina por compartir este acto, pero al menos desde el clásico escrito de William Hazlitt, De las excursiones a pie, puede argumentarse con solidez sobre las ventajas de la soledad, aunque sin soslayar la manera paradójica de ese aislamiento: «Una de las experiencias placenteras de la vida es una excursión a pie. Eso sí, yo prefiero hacerlas a solas (but I like to do it myself), pero al aire libre la naturaleza es compañía suficiente para mí (nature is company for me). Nunca me hallo en esos momentos menos solo que cuando me encuentro a solas. (I am then never less alone than when alone).»[2]HAZLITT, William y STEVENSON, Robert Louis: Caminar. Nordica, Madrid, 2018, p. 29 Cada regalo es un reencuentro, también con otros regalos. Así que esta paradoja del caminante me trae al recuerdo el de la biografía de un caballero llamado Iñigo, al que no le faltase compañía porque supo de cerca el nombre de su Compañía.[3]RODRIGUEZ OLAIZOLA; José Mª: Ignacio de Loyola, nunca solo. San Pablo, Madrid, 2009. A Íñigo le sigue Jesús, a Hazlitt lo hace la historia de la literatura inglesa, empezando por Shakespeare. Sin embargo los hallazgos durante el camino parece como que nos exigen un velo protector de silencio y callada admiración. Al menos eso es lo que plantea, en forma de pregunta, este maestro de las palabras: Is not this wild rose sweet without a comment? A suelas, caminamos calzados aunque también se pueda hacer descalzos. Pero es que con los pies desnudos se baila o se unge a los profetas y no puede realizarse una larga caminata. Es verdad que cuando se hace el Camino o se es romero, de alguna manera es preciso además descalzarse. Andar con buena media de lana y sandalia, para evitar que el pie se lastime demasiado apretado.
El libro de Le Breton es un maravilloso ejemplo de lectura, que casi establece un canon por sí mismo, a fuerza de reconstruir todos los aspectos de una fenomenología, sin prescindir, eso sí, de un pathos entusiasta, toda vez que no se trata de una teoría sino de una apología.
Pero la lectura, en la que el antropólogo francés incluye a Cela y a Llamazares, junto a los más grandes, se recorre gustosa. En nada merma su comentario al colorido sorprendente de un macizo de rosas de agavanzo o escaramujos, que tropezamos aquí y allí sobre el verde vegetal que refresca nuestra ruta. De hecho, Elogio del caminar obedece a un propósito general de Le Breton, que podemos hallar bajo diferentes aspectos en sus escritos más reconocibles. Habla aquí «del goce tranquilo de pensar y de caminar», y aclara que «en este libro la sensorialidad y el disfrute del mundo están en el centro de la escritura y de la reflexión».[4]LE BRETON, David: Elogio del caminar. Siruela, Madrid, 2020, p. 23. De la marcha podría convenirse que es un triunfo del cuerpo (p. 20). Se trata de reducir la inmensidad a las proporciones del cuerpo (p. 42). Y este es el punto de la tentativa de Le Breton en cada uno de sus arranques. Pues considera que el cuerpo es el gran desalojado de la modernidad, de muchas maneras y no todas igual de evidentes: lo desaloja el hedonismo performativo del consumo (de fitness, de los episodios sexuales, de las odiseas turísticas), pero también lo hacen la exaltación deportiva y la compulsión a rebasar la propia marca, los trastornos alimentarios como manera de golpear al cuerpo en busca de su propìa e inasible perfección, el sedentarismo electrónico o bien la condena de la carne desde un espiritualismo más o menos Überich, terrorista, penitencial, integrista, etc. Porque lo que no está, en medio de esta ruidosa batalla, de este pandemonio de los cuerpos, es el cuerpo mismo; ese que se toma su tiempo y que mide sin ser medido. Lo faltante insiste como resistencia, pero también lo hace como nostalgia, esto es, como el dolor en lo real de un regreso o nostos.
Así que el programa de Le Breton es también una reprogramación, un reset de los más variados errores, producidos en virtud de la metafísica, la teología, o sus más tenaces inversiones, puesto que al invertir algo mantenemos activa la huella de eso que hemos invertido. Y me parece que hay bastantes signos de tal nostalgia y de tal resistencia en la filosofía y en la literatura que vienen, que no dejan de llegar. Por hacer una mera indicación, pienso ahora si el eco de escritores como Christian Bobin no se funda en una idéntica fatiga con respecto a los excesos de la odisea moderna del cuerpo, y lo hago a sabiendas de que los regalos más fáciles son también los que hacemos, y de que la auténtica destreza está en aprender a recibirlos. Me pregunto si no resulta todo encaminado hacia una nueva espiritualidad sensorial, y a una manera más considerada de habitar la paradoja que nosotros mismos somos. Bobin o la epifanía del caminar: «Llegué al final del mundo para contemplar un prado baldío y una vaca volviéndose hacia mí, dos ojos sorprendidos, iluminados por la luz eterna. La pezuña de la vaca se posaba en el barro más divinamente que el zapato de una joven sobre un entarimado. Fue el primer ángel que conocí. Conocería muchos otros después, a cual más diferente. Ellos fueron quienes me revelaban la secreta bondad que sostiene cada cosa. No se parecían nunca a los jóvenes aristócratas alados, vestidos de blanco, que aparecen en los voluminosos libros de arte. Podían adoptar la forma de un brote, un petirrojo, una palabra, y muy a menudo un acontecimientos: antes que agradarme, la verdad siempre ha comenzado desarmándome.»[5]BOBIN, Christian: Prisionero en la cuna. Encuentro, Madrid, 2020, p. 53. Si Bobin, si Le Breton tienen razón, toda espiritualidad será sensorial o no será. No hay angelología que no resulte también un territorio que recorrer, que no sea una ontología. Cada una posee su ángel, una bondad la custodia, y nosotros, como recuerda el poeta pensador y soldado Francisco de Aldana, en la carta séptima dirigida a su querido Arias Montano, «que yendo allá no dudo que encontremos/ favor de más de un ángel diligente/ con quien alegre tránsito llevemos».[6]ALDANA, Francisco de: Epistolario poético completo. Turner, Madrid, 1978, p. 66.
El libro de Le Breton es susceptible de iniciar diversas estrategias retóricas, pero en ningún caso proporcionaría una teoría, ya que el caminante es un hombre de lo oblicuo, siempre extranjero y extraño (p. 126), y una teoría no es tanto un lugar como un mapa de reconocimiento de los mismos. Desde luego no hallaremos aquí nada parecido a una diairesis filosófica, no como la que propone por ejemplo Juan Marqués, en su introducción a los ensayos de Hazlitt y Stevenson, entre un caminar instintivo, natural y salvaje, y un pasear más civil. Esa diferencia en cierto modo hereda la tradición que tiene su origen en un escrito de Thoreau; uno que en cuanto clásico no puede sino aparecer a menudo en Le Breton. Lo que menciona Thoreau, con un término español que la escolarización homogénea ha hecho casi desaparecer de nuestro propio vocabulario, es el caminar como gramática parda, esto es, como una sabiduría salvaje y oscura.[7]THOREAU, Henry David: Caminar. Árdora, Madrid, 2017, p. 49. Es sorprendente hallar la expresión, casi un fósil ya, en el texto de Thoreau, pero es que el conjunto del ensayo, aunque camuflado por la distinción dialéctica general entre lo salvaje y lo civil: «Quiero decir unas palabras en favor de la Naturaleza, de la libertad total y el estado salvaje, en contraposición a una libertad y una cultura simplemente civiles…» esto es, por la diairesis entre dos formas de libertad, lo que plantea es una suerte de investigación etimológica, un caminar hacia atrás con respecto a las palabras. En particular sobre sauntering, deambular, sobre el saunterer o peregrino, que sería un sans terre, un romero sin tierra. El conjunto de la exposición de Thoreau cabe en el corto paréntesis que se abre en medio de esta etimología, como se revela en el final, que es también la promesa de un final: «Así deambulamos hacia Tierra Santa, hasta que un día el sol brille más que nunca, tal vez en nuestra mente y en nuestros corazones, e ilumine la totalidad de nuestras vidas con una intensa luz que nos despierte, tan cálida, serena y dorada como la de una ribera en otoño.»[8]Ibíd., p. 60.
Dentro de estas iniciativas canónicas no es casualidad que la misma editorial, y en la misma encantadora colección que el de Le Breton, haya publicado los escritos de Leslie Stephen, el montañero y polígrafo, padre de Virginia Woolf, sobre algunas de sus excursiones alpinas y sobre sus paseos. Aunque Stephen se resiste a establecer una divisoria significativa entre la excursión rural y el paseo urbano, sí que apunta a un aspecto del paseo urbano, o al menos al mismo desde el prisma cognitivo de la cuestión que será fundamental para la conclusión de mi propio comentario. En efecto, lo que menciona Stephen es el carácter tumultuoso, abrumador, casi pesadillesco a veces, de la corriente de pensamiento, sobre todo cuando lo situamos en un contexto urbano: «La mente me parece un aparato muy mal construido. No hay más que fijarse en la propia: los pensamientos son criaturas resbaladizas y cuesta horrores que no equivoquen el recto sendero que les marca la lógica. Se empujan unos a otros, y, de repente, se apartan para hacer sitio a otros congéneres, mucho más irrelevantes y adventicios; de tal manera que esa corriente de pensamiento de la que habla la gente se parece más a un viaje en tren de los que pueblan nuestros sueños, cuando, cada pocos metros, te desvían y acabas en la vía que no era. Porque aunque una calle de Londres siempre está llena de distracciones , llegan a ser tan abundantes que se neutralizan unas a otras; el torbellino de impulsos, en mutuo conflicto, se hace corriente continua precisamente por lo caótico que es, y llega a determinar, cuando no un cauce abierto a la reflexión, si al menos un estado de ánimo.»[9]STEPHEN, Leslie: Los Alpes en invierno. Ensayos sobre el arte de caminar. Siruela, Madrid, 2018, p. 134.
No sabemos lo lejos que podemos llegar caminando. Como el poeta Hölderlin que regresó herido por la locura de una larga caminata hasta Francia, y como si el libre uso de lo propio, que había cifrado como ideal, fuese en realidad un viaje hacia lo aórgico. Igual que el de otro loco, otro paseante, me refiero a Robert Walser, quien puede concluir su relato igual que quien escribe la última palabra de su epitafio: «Me había levantado para irme a casa; porque ya era tarde y todo estaba oscuro.»[10]WALSER, Robert: El paseo. Siruela, Madrid, 1996, p. 79. ¿Qué significa pasear a solas, qué en compañía, cuando se llega tan lejos en el paseo? Hasta el borde de la razón. ¿Tiene sentido distinguir entre lo civil y lo silvestre, cuando el muro mismo de la locura, tanto para Walser como para su admirado Hölderlin, es una sólida construcción de ceremonias, de tolerancia, y puede que de indiferencia? Así ocurre el 30 de agosto de 1953 en la caminata con Walser que anota Carl Seelig, en la que se aborda lo más extremo, pero como envuelto en una cierta curiosidad ritual por lo judío, por lo distinto: «Charlamos largamente sobre el Edipo rey de Sófocles y la poesía última de Hölderlin. A Robert le entusiasma esa obra, y no considera claramente repelentes las relaciones sexuales entre madre e hijo. También pueden producir algo hermoso, por ejemplo, Antígona. Pero, naturalmente, el incesto tenía que estar prohibido por razones sociales. Ésa es la defensa de los descendientes contra el ansia de conservación y posesión de los viejos.»[11]SEELIG, Carl: Paseos con Robert Walser. Siruela, Madrid, 2000, p. 130. Y así, sin apenas solución de continuidad, lo viejo mismo viene a estrellarse en la conversación contra la antigüedad preservada de los ritos entre los judíos ortodoxos.
Esto, el paso del paseo, es la unidad a tener en cuenta. A partir de ella es desde donde cabe entender las divisiones y diferencias naturales. Podemos hablar de la perversidad de un buen paso como el de René Descartes, quien elige la línea recta para salir de un bosque, con lo que llamaríamos el paso del método, de ese camino de la vida que se le asoma durante un sueño junto a la estufa. Y está el paso de Martin Heidegger que se pega al bosque, a los caminos de leñador o Holzwege, emboscado por un sendero en el que no se contempla lo recto sino como una ofensa al vagabundeo del pensar. Y por último hablamos del paso de Walter Benjamin, que detesta el progreso como una falacia de los vencedores, que retrocede, que se arrepiente, que se detiene como una epifanía o un shock. Porque el flâneur, el paseante del presente, es quien sabe perderse en la ciudades como si fuera un bosque, y hace de su errancia el pecio de la experiencia.
Título: Elogio del caminar |
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Referencias
↑1 | GARCÍA CAPARRÓS, Julio: Ser el Gran Houdini sin público, en Amanece Metrópolis, 26 de junio de 2017. Recuperado de: https://amanecemetropolis.net/gran-houdini-sin-publico/ |
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↑2 | HAZLITT, William y STEVENSON, Robert Louis: Caminar. Nordica, Madrid, 2018, p. 29 |
↑3 | RODRIGUEZ OLAIZOLA; José Mª: Ignacio de Loyola, nunca solo. San Pablo, Madrid, 2009. |
↑4 | LE BRETON, David: Elogio del caminar. Siruela, Madrid, 2020, p. 23. |
↑5 | BOBIN, Christian: Prisionero en la cuna. Encuentro, Madrid, 2020, p. 53. |
↑6 | ALDANA, Francisco de: Epistolario poético completo. Turner, Madrid, 1978, p. 66. |
↑7 | THOREAU, Henry David: Caminar. Árdora, Madrid, 2017, p. 49. |
↑8 | Ibíd., p. 60. |
↑9 | STEPHEN, Leslie: Los Alpes en invierno. Ensayos sobre el arte de caminar. Siruela, Madrid, 2018, p. 134. |
↑10 | WALSER, Robert: El paseo. Siruela, Madrid, 1996, p. 79. |
↑11 | SEELIG, Carl: Paseos con Robert Walser. Siruela, Madrid, 2000, p. 130. |