A todos nos ocurre que hay un tipo de comercio o una tienda en particular donde procuramos no entrar. Y no por una cuestión de rechazo, sino todo lo contrario. Si rehuimos entrar es porque sabemos que, inevitablemente, saldremos con menos dinero y con una serie de artículos que no nos hacían falta para nada. Particularmente, he de confesar que tengo una nutrida lista de establecimientos a evitar. Aunque hay unos que me pierden especialmente: LAS PAPELERÍAS. Y es que, con tan solo cruzar la puerta, el colorido impacto visual anula mi voluntad como si de un truco hipnótico se tratase. De repente llegan los aromas que dan profundidad al hechizo: el olor del papel, de las carpetas nuevas, la madera de los lapiceros… y sin ser capaz de escuchar a mi alrededor —y mucho menos a mi voz interior—, me adentro livianamente, suspendido por un imperceptible canto de sirenas. Es entonces, al llegar a la zona de los cuadernos de dibujo, cuando quedo definitivamente atado al encantamiento al acariciar con las yemas de los dedos las texturas de los distintos tipos de papel. Estoy perdido. Agarro un cuaderno —siendo que ya tengo uno similar— y, con sentimiento de culpa, me dirijo a la zona de bolígrafos y rotuladores. Pero antes he de resistirme a las húmedas insinuaciones de los sets de lapiceros o rotuladores acuarelables, que me susurran infinidad de posibilidades con sus distintas gamas y tonalidades. ¡Que alguien me rescate! Me debato entre uno de esos bolígrafos con cuatro colores —de los que acumulo varios— o un trío rojo, negro y azul de rotuladores de punta fina. Y tras la ardua elección, pago el coste de mis caprichos y salgo del establecimiento sin mirar atrás. Siempre me sucede lo mismo, salvo cuando voy acompañado y el pudor me permite dominarme. Aunque me temo que ni con compañía sería capaz de resistirme a hacer un considerable desembolso en un lugar como el del libro que recientemente me ha cautivado: Los secretos de la papelería Shihodo. Por lo tanto… irasshaimase!
Así es como saluda Ken Takarada, propietario y alma de la egregia papelería sita en el distinguido barrio de Ginza, a todo aquel que visita su establecimiento. Y así es como entra en escena en el primero de los cinco relatos que componen el libro. El protagonista nos lo presenta de la siguiente manera: «Tendría entre treinta y cinco y cuarenta años. Vestía una camisa azul celeste, una corbata lisa azul marino, pantalones grises y unos sencillos zapatos negros de cordones. No tenía el pelo ni corto ni largo y lo llevaba con raya en medio». Una imagen nada particular, pero ese aspecto sencillo y formal es parte fundamental del aura que transmite este personaje. El tono de su voz, su cortesía y el suave aroma del incienso hacen que nuestro narrador —un joven tímido y nervioso— se sienta cómodo como no lo había hecho desde que llegase a Tokio a trabajar. Había acudido a la papelería Shihodo por una recomendación de la cual ya había sido informado el señor Takarada, quien esperaba su visita. Lo cierto es que los detalles de cómo llega el protagonista hasta este preciso lugar dan al comienzo del relato cierta magia providencial. El caso es que el joven estaba allí para comprar algo tan sencillo como papel de carta y sobres. Algo tan sencillo que, guiados por el señor Takarada, nos introduce en un mundo que supondría todo un deleite para aquellos que aman las pequeñas cosas hechas con gusto y delicadeza, pero un auténtico paraíso para los que, además, se pirran por las papelerías. Estanterías llenas de papel whasi con una enorme variedad de diseños: hecho a mano, con flores prensadas, con líneas trazadas a mano o insertadas en la trama… ¡y al lado de cada tipo de papel, sus correspondientes sobres a juego! Pero con lo que acabé del todo prendado fue con la descripción de la colección de diseños inspirados en los doce meses del año. ¡Qué maravilla! Ahora bien, ¿cómo elegir entre tan surtida y espléndida selección de material? Takarada percibe la indecisión del joven y es cuando empieza a formular las preguntas que nos llevarán a descubrir su historia, ahora que el tímido protagonista se ha sumido ya dócilmente en el confort y la confianza ofrecidos en la papelería Shihodo. Lo cual nos lleva a la planta de arriba.
Porque sobre la tienda hay una zona dedicada a talleres de la que los clientes pueden hacer uso tranquilamente —siempre que no esté ocupada—, siendo el propio Takarada quien les invita a subir para reflexionar y escribir aquello que deben comunicar. Un espacio diáfano y ampliamente iluminado gracias a unos enormes ventanales. Y al pie de los mismos, hay un escritorio de madera grande y antiguo donde llevar a cabo la tarea. Disponen también del material necesario para dar forma a sus pensamientos y trazar el sentir que les ha conducido allí; hasta pueden echar mano de algún diccionario o de un libro de estilo. Y, por si fuera poco, para que no tengan ninguna prisa en liquidar su propósito, el dueño les obsequia llevándoles una bandeja con té y bollos, dorayakis o daifukus para acompañar. ¿Qué más se puede pedir? Pues todavía queda algo, porque Ken Takarada se preocupa por resolver las necesidades de sus clientes no sólo con lo que su negocio puede ofrecer. Los protagonistas de los cinco relatos pasan por trances en los que sienten la necesidad de transmitir su cariño y agradecimiento a alguien muy especial en sus vidas. Y, aunque el ambiente ofrecido en la planta de arriba de la papelería les permite dar rienda suelta a recuerdos y emociones que aclaren sus ideas, el propietario va un poco más allá. Actúa como una suerte de espíritu benefactor que, a través de la práctica del sutil arte del Wu Wei —aunque en alguna ocasión se inmiscuye algo más—, interviene en el momento preciso para orientar a las atribuladas almas que atraviesan las puertas de Shihodo.
El resto de los encantos que alberga este libro los omitiré para que sean descubiertos en su lectura. Una lectura que no recomiendo, sino que la prescribo firmemente.
Son relatos que hablan de experiencias y relaciones interpersonales con las que resulta muy fácil identificarse por su sencillez. Historias libres de artificios ni argumentos rebuscados; relucen con un halo natural que transmite bondad, afecto y, finalmente, paz. Todo ello ambientado en una actualidad plena de elementos propiamente nipones que otorgan particularidad, pero sin privar al lector occidental del sentimiento de cercanía que producen las confesiones de los distintos protagonistas. ¡Ah! Perdón, que sí que quería hacer mención de dos cosas con una presencia casi tan relevante como la de los artículos de papelería: la comida y la bebida. Porque este libro, además de conseguir emocionarme y sosegarme, también me ha provocado hambre y varios antojos. Eso sí, ninguno como el de echar mano de un cuaderno y un bolígrafo para practicar mi caligrafía a la hora de tomar notas para este artículo. Sea como sea, se trata de una lectura que si deja indiferente a alguien es porque está muerto por dentro. A mí, personalmente, me pica el culo por entrar en una papelería como Shihodo y me temo que me tendré que rascar con la experiencia habitual.
| Título: Los secretos de la papelería Shihodo |
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