En la última escena de “Morocco” (Josef von Sternberg, 1930), Amy (Marlene Dietrich) se adentra en el desierto siguiendo unas huellas, las que deja el batallón de legionarios al que pertenece Tom Brown (Gary Cooper) mientras se encamina hacia la batalla. El camino viene marcado por el deseo de los amantes, sus actos obedecen a una lógica interna propia no determinada por un capricho de guion. Siendo de ficción, sus actos son de carne y hueso. En la última escena de “Sîrat” la cámara enfoca unos raíles que desaparecen bajo nuestros pies (como aquellos de Europa (Lars von Trier)) pero no hay rumbo. Ese tren se adentra en el desierto cargado de gente; el rumbo o el destino parecen indiferentes para el director, que ha jugado con sus personajes con cartas marcadas. Las vías del tren son una metáfora de la película; el guion actúa como corsé y da lo mismo que lo que se cuenta sea convincente, creíble o compatible. El camino es una línea recta hacia un fin, un fin nada unido a una historia, sino a la idea preconcebida con la que se quiere concluir, que, además, es confusa y moralmente incomprensible.

El viaje de estos personajes que Laxe dibuja con trazo grueso empieza en ningún sitio y termina en ninguna parte. La película empieza con una trampa para el espectador. Quizás la olvide durante la primera hora, pero rápidamente la recordará en cuanto el camino se deslice hacia el cine del sufrimiento gratuito. Sîrat, en la cultura musulmana, es el puente que permite pasar del infierno al paraíso, tan estrecho como un cabello (un hilo en algunas traducciones) y más afilado que un cuchillo. Que esa frase aparezca rotulada al inicio de la película no es neutral. Podría ser una información para el espectador occidental o para el espectador que no tiene por qué conocer las reglas del sufismo (si es que la película quiere ser religiosamente mística, algo muy discutible), pero no, la estructura del guion termina demostrando que se va a seguir ese camino anunciado en todo momento, que no va a haber respiro para los personajes principales y que, abierta la puerta del infierno, no se es capaz de mostrar el camino hacia ese anunciado, y desconocido, paraíso. La línea recta es el camino más corto entre dos puntos. Laxe no sigue una vía recta como la de su tren final, pero sí sabe que va a ir de a a b sin importarle mucho el camino. Los personajes entran y salen de la historia como empezaron.

Argumentalmente, hay que tener una mente muy abierta para conectar con la propuesta de Laxe y Fillol. La idea del padre que busca sin descanso a su hija “desaparecida” no admitiría discusión, parece acompañar de manera innata a cualquier progenitor, pero cuando se omite cualquier idea de las razones de esa desaparición o de la necesidad imperiosa de contactar con la hija que se fue, parece que a la escritura no le ha importado tanto el porqué como el qué. Un padre incansable es cinematográficamente un personaje impecable; Sergi López (en una de sus interpretaciones menos creíbles de su carrera, incluso en momentos realmente desafortunado) aparecería como un Ethan en “Centauros del desierto” dispuesto a rescatar a su hija de no sabemos bien qué males o qué peligros. El problema es que la muchacha se fue voluntariamente, abriendo la puerta a la idea de que el personaje de López lo que quiere es obtener un perdón. Un hijo que rehúye a los padres parece contar con la razón de hacerlo como consecuencia de algún grave acto o no se entendería. Para el director esto no parece importante, pero provoca otro desequilibrio en el relato sin saber los motivos de fondo: un padre y su hijo preadolescente se embarcan en un viaje sin fin hacia el desierto. Bien que un padre se inmole, con o sin necesidad, pero arrastrar a un menor con él transforma al padre en un irresponsable, y desde luego pagará por ello y lastra la empatía del espectador con alguien tan egoísta.

La endeblez estructural del guión termina provocando una disociación entre imágenes (especialmente bien cuidadas, bien pensadas, bien filmadas, donde la mano de Mauro Herce se antoja responsable en lo positivo) y palabra, que se convierte en tópica, en ocasiones ñoña, en otras discursiva, en muchas innecesaria, con un lenguaje que se antoja próximo a escolares de primaria que a adultos envueltos en un desafío personal en medio de un panorama bélico mundial. Y esto último es igualmente un lastre incomprensible en alguien tan, hasta este momento, conciso, parco y ascético en su cine. Las constantes alusiones a una “guerra”, la huida hacia adelante de sus personajes, el olvido de las motivaciones de un viaje donde el conflicto mundial se antoja un capricho más de la historia que nada aporta y que sólo sirve para justificar la nefasta traca final, son otro de los puntos débiles de una película bendecida en exceso cuando es la más inconsistente de la filmografía del director. En esa indefinición del conjunto, provocada por la incoherencia de lo que se cuenta a partir de la primera tragedia, termina resultando grotesco que se trate de equiparar el misticismo musical religioso con una “rave” de música electrónica. El éxtasis de esos jóvenes en medio del desierto (muy fea la filmación (larga) del inicio) no es ideológico ni religioso, es químico. Nada que ver con una danza de derviches postmodernos; pretender transmitir espiritualidad desde el eco y la reverberación del ritmo repetido es posible, pero si al mismo tiempo viene unido al consumo abusivo de alcohol o estupefacientes, la pretendida religiosidad inherente al acto se esfuma. Más evidente aún en la escena del baile final que ni se le habría ocurrido a los maestros del cine de la crueldad como Haneke o Zvyagintsev.
Quien haya llegado hasta aquí habrá concluido que no participo del sentir general laudatorio hacia una película sin rumbo y sin equilibrio interno, pero además plena de confusión. ¿El mensaje es que quien no quiere involucrarse ha de pagar por ello? ¿Quién arrastra a la perdición a los demás es quien alcanza el paraíso tras cruzar el sîrat? ¿Qué paraíso está ofreciendo Laxe a sus personajes tras intentar salir del infierno? ¿Qué dios-director le permite decidir quién sobrevive y quien no? ¿Tiene sentido religioso esta película o esa idea no es más que el traslado por parte de quien redacta de lo que previamente se ha publicitado desde la distribuidora o por las entrevistas al director? El camino de López y la troupe que forma es confuso y sin rumbo, y aunque la película nos ha dicho que busca alcanzar un paraíso éste, sinceramente, ni se advierte ni se merece. Disponer de cinco veces más de presupuesto que para “O que arde” no ha conseguido hacer una película cinco veces mejor que ésta ni que “Mimosas” o “Todos vos sodes capitans”, casi podría afirmarse que es inversamente proporcional su resultado a la inversión.

Producción: España, Francia. Año: 2025. Dirección: Oliver Laxe. Guion: Oliver Laxe, Santiago Fillol. Compañías: Los Desertores Films AIE, Telefónica Audiovisual Digital, Filmes Da Ermida, El Deseo, Uri Films, 4A4 Productions. Fotografía: Mauro Herce. Montaje: Cristóbal Fernández. Música: Kangding Ray. Reparto: Sergi López (Luis), Bruno Núñez Arjona (Esteban), Richard Bellamy (Bigui), Stefania Gadda (Stef), Joshua Liam Henderson (Josh), Tonin Janvier (Tonin), Jade Oukid (Jade). Duración: 115 minutos.