El olor a pan recién horneado que Ismaila aspira profundamente cada madrugada durante unos segundos con los ojos cerrados es un viaje de retorno a su aldea natal, allá en Senegal. Allí era su abuela quien se encargaba de la tarea. Hace tres años que Ismaila no la ve. La miseria lo empujó a dejar atrás a su familia, a sus amigos, su mundo y aventurarse a cruzar tierras inhóspitas, a veces hostiles, poner su vida y su dinero en manos desconocidas y hacinarse en una patera rumbo a la esperanza o al fondo del Mediterráneo.
Ismael, como lo llama la gente del barrio, lleva año y medio trabajando en la panadería de Manuel, ya habla castellano y es uno más de la comunidad. Incluso festeja a una muchacha de piel blanca, que contrasta con el color caoba de la suya. A decir del vecindario, hacen buena pareja, y no son pocas la personas que suspiran por un chico tan guapo.
Ismael ha encontrado en el barrio la taranga que dejó en su tierra. Hospitalidad, generosidad y amabilidad le ha brindado Manuel, también los vecinos que cada día acuden a la panadería, los de la calle en la que vive, los del barrio obrero y multicultural en los que encontró un hueco tras más de un año de deambular por distintos lugares y sentir el miedo de ser considerado ilegal.
Ahora vuelve a sentir miedo. Ha escuchado las noticias. Hay mala gente alimentando el odio contra las personas como él. Ismaila tiene miedo, un miedo que, durante unos instantes, apacigua el aroma que desprenden las hogazas de pan que saca del horno rayando el alba.
