Hace tiempo que el mundo se olvidó de ellos. Los hombres ya no los veneran como heraldos de buenas noticias ni pintan el delicado fulgor de sus auras en lienzos exquisitos. Ni siquiera los niños los invocan a la hora de dormir.
Languidecen ausentes mientras se despiojan las alas, como aprendieron de las palomas, siempre tan afines a ellos. Los sábados de noche patrullan por viaductos herrumbrosos en busca de suicidas que salvar o se acurrucan en callejones sombríos a la espera de algún borracho a quien librar de ahogarse en su propio vómito. A veces, una de sus lágrimas le arranca una flor anémica a un secarral o su vuelo espanta las moscas que se ceban en los ancianos con pañales, y esas victorias exiguas vuelven a hacerlos sentir los orgullosos custodios de la humanidad que un día fueron. Pero pronto caen de nuevo en el desánimo, lamentándose porque ya no son capaces de detener una guerra o mitigar una hambruna.
Como si acaso Yo alguna vez les hubiese otorgado ese poder.
