Foto de David López, www.pexels.com
Dispuestos en fila encima de la cama, los muñecos reciben la lección. Frente a la pared, Martina pinta las letras en una pizarra imaginaria. Imita los gestos y la voz de su seño del parvulario. De cuando en cuando lanza una pregunta o riñe a alguno de los muñecos. Pero nunca afea la conducta de Mariana, la muñeca de trapo. Con dos botones por ojos, pelo de lana amarilla y nariz y boca pintadas, es su juguete preferido. La acompaña desde que tiene dos años y ya va para seis. Es la que se va con ella a la cama. El siguiente en la fila, por orden de preferencia, es el nenuco. Detrás están, en esta disposición, la barriguita, el oso de peluche, el pequeño pony y el vaquero. Este último por rellenar. Es de su hermana y no le tiene un aprecio especial.
El simulacro de clase se interrumpe por Laura, la hermana, irrumpiendo de forma abrupta en la habitación. Le culpa de haber perdido piezas de su supermercado. Entre gritos de acusación, Laura agarra a Mariana de un tirón, abre la ventana y amenaza con tirarla a la calle si no aparecen las piezas de su supermercado. Martina, entre sollozos, niega saber nada de las piezas que su hermana le achaca haber perdido. Ante el vociferio, aparece la madre, que reprende a Laura. Ella debe dar ejemplo siendo dos años mayor. Martina no sabe nada de esas piezas. Probablemente las habrá perdido la propia Laura el día que sus amigas fueron a jugar y acabaron todas las piezas esparcidas por el salón, sentencia la progenitora.
La casa queda tensa. Un día, la muñeca amanece sin uno de los botones que tiene por ojos. La niña no duda que ha sido la hermana. Martina busca justicia mostrando a la jueza de la casa, la madre, el desastre acontecido. La jueza determina que, en efecto, ha sido la hermana la ejecutora del ojicidio y Laura se queda dos semanas sin salir a jugar a la calle. Mariana, tuerta, es relegada al baúl de los juguetes viejos.
Tiempo después, la madre le pregunta por la muñeca, que hace tiempo que no la ve, con lo que ha jugado con ella y las alegrías que le ha dado. Martina dice que sin ojo ya no la quiere. Le propone una solución. Buscarán en la lata de botones hasta encontrar uno que se parezca a su otro ojo. Ella se encargará de coserlo. Ya verá qué bien queda. Martina se ilusiona con la idea de recuperar a su muñeca.
Vuelcan la lata en la alfombra grande del salón. Blanca y mullida, permite pasar largo rato mirando entre los montones de botones que salen de la caja. De todos los desplegados, seleccionan unos diez que se parecen en color. Prueban uno a uno. Algunos son descartados por el tono. Otros por el tamaño. Parece que ninguno termina de encajar. Al final, la madre elige uno. Mira, Martina, este le va bien, le dice. Pero a la niña no le termina de convencer. Acepta, por no desilusionarla. Se le cose el ojo. Mariana deja de ser tuerta, pero queda rara. Se lleva la muñeca a su habitación. Vuelve a ponerla en la fila de alumnado, encima de la cama. Ya no la primera. Ni siquiera la segunda. Se queda detrás del oso de peluche. Ha dejado de ser favorita.
Martina la mira de reojo. Es su muñeca, pero ya no es la misma. Tiene una extraña sensación. Le resulta conocida y desconocida a la vez con esos ojos desacordes. Quiere volver a abrazarla, pero también dejar de verla.
Un día en que da la lección ante su fiel estudiantado, empujada por la perturbadora sensación que le genera la muñeca, la coge de un tirón y le arranca los dos ojos. Los restos de hilo los retira con cuidado. Va al cuarto de Laura y coge los rotuladores gordos. Hace un punto negro en cada uno de los lugares donde antes estaban los botones. Traza algunas rayas por encima a modo de pestañas. Se la queda mirando. Ahora sí, se dice. Y la devuelve a la primera fila.