El dolor me golpea en el estómago y se queda atrapado como un pájaro furioso picoteando agónico contra las ventanas. Despegaré los labios para liberarlo pero tardará días, aleteando furioso mientras desgarra mi piel en el embudo de mi garganta, hiriéndome la boca y dejándome un sabor a plumas sucias en la lengua.
A la mañana siguiente tengo el cuerpo dolorido y cansado y sé que me esperan días de resaca, de curar las llagas en la boca y de escupir pulgas.
Necesito aullar, morder con rabia, golpear algo, a alguien, hasta hacerle chillar. En el móvil, un insípido mensaje de texto me da los buenos días y me pregunto si éste es el amor al que aspiro y al que debo resignarme a partir de los cuarenta. Respondo con dos corazones naranja. Me levanto y preparo el café, en silencio, aún con el sabor a sangre en la saliva.
Bajo a la calle y en la plaza se escucha hablar en inglés a unos chicos altos en sandalias con pinta de inocentes y felices. La madre de E. me escribe dándome órdenes y archivo su mensaje pensando que así puedo ignorar la rabia que me sube, llamando a sexo. Tomo una cerveza con K. en silencio mientras pienso en cómo será besarlo, desnudarlo, meternos en la cama a decirnos las palabras de amor y de deseo atravesadas por lo que es correcto. Al volver a casa pienso en I., en encontrarlo por la calle y meternos en un baño a desahogar las ganas de hace años sin mirarnos a los ojos.
Cojo la línea circular de metro y miro a la gente desde el asiento, intentando entrar en sus vidas. Una chica grita a un punki en bicicleta. Dejo la mente en blanco mientras espero a que desciendan la rabia y el deseo y quede sólo la tristeza. Doy dos vueltas más hasta conseguir calmarme y ya sólo queda el ceño fruncido y los dientes demasiado apretados.
Al salir, me tomo un selfie frente al parque y publico una storie. Entro en casa y sonrío, saludando a las vecinas.