De entre las casi doscientas novelas que el belga Georges Simenon (1903-1989) firmó con su propio nombre, destacan, sin duda, las setenta y cinco protagonizadas por el comisario del 36 de la Quai des Orfèvres, Jules Maigret. Héroe discreto donde los haya, es difícil pensar en otros personajes de ficción que, a lo largo del siglo XX, hayan tenido un mayor impacto en la psique nacional francesa. Dotado de una figura corpulenta, Maigret es un hombre definido por su visibilidad que, sin embargo, se ha pasado la vida intentando desaparecer en su papel de observador silencioso. Quien haya leído alguna vez a Simenon sabe que no se puede buscar en este célebre personaje a un superhombre sino, por contra, a alguien con una desbordante humanidad y cuya intuición, cultivada por la práctica y el conocimiento de la psicología, prescinde en sus investigaciones de los indicios materiales. El método de Maigret consiste, sin otra cosa, en embeberse en el clima e identificarse con el medio.
Así, examina lugares, pasea por las melancólicamente lúgubres calles de París, entra en las tiendas y cafeterías, observa y hace preguntas, incluso si muchas de ellas no guardan relación alguna con los hechos que se investigan. Todo ello le permitirá –en el gran hallazgo de Simenon, que es, por utilizar las palabras de Pierre Assouline, idear «el teatro íntimo de un drama único bajo diversas facetas: el hombre en lucha con su destino»[1]ASSOULINE, Pierre. 2012. «¿Qué hay de nuevo?», en SIMENON, Georges. Opúsculo. Barcelona: Acantilado, p. 43- comprender los motivos ocultos que han desembocado en delito y que pertenecen al orden del lenguaje, pues una palabra, un gesto, un silencio o una mirada son los indicios de cualquier situación criminal. La historia de los implicados siempre es trágica: lo es su vida, sus costumbres, sus relaciones y su modo de desenvolverse. Toda investigación, para Maigret (en algo que recuerda a Chesterton, y no por casualidad), supone interesarse por el delincuente y no tanto por el delito, esto es, tratar de (re) conocer personas nuevas en atmósferas peculiares y comprender, por ende, un nuevo drama humano.
Alguien me dijo una vez que era recomendable ingerir, en medio de toda la maraña de lecturas a la que ciertos lectores acostumbramos, una novela de Simenon al mes. Esa es la dosis mínima, que tiene, como ingredientes, sobriedad de estilo, voluntad de luchar con los monstruos que acechan en cada uno de nosotros, necesidad de contar un pasado que nunca muere y un gran deseo de narrar el mundo desplegando el hilo de la existencia humana. Es importante no olvidar que Simenon considera que cada ser humano es el héroe de su propia vida y, por tanto, de una novela en potencia. Maigret es más un amigo íntimo del escritor que su doble. Recordemos, si no, cómo, en ese prodigio de premetaficción que es Las memorias de Maigret, Simenon y el célebre comisario se conocen, y Maigret traza un retrato poco halagüeño de Simenon, que se expresa «con abundancia de gestos y una pizca de acento belga»[2]SIMENON, Georges. 1966. Les enquêtes du commissaire Maigret, vol. I. Paris: Presses de la cité, p. 28 y cuyos relatos «son más o menos inexactos»[3]Ibíd., p. 94.
Allí, sin embargo, el comisario da al escritor la oportunidad de explicarse: «La verdad nunca parece verdad. No hablo sólo en literatura o en pintura. […] Cuéntale cualquier historia a cualquiera. Si no la arreglas, les parecerá increíble, artificial. Arréglala y será más verdadera que la vida. […] Se trata de ser más verdadero que la vida»[4]Ibíd., p. 28. Ésta es la actitud habitual de Simenon: hay que arreglar la historia. Así que Maigret, amigo de Simenon, es un hombre al que se le indigesta el fasto, testigo, como es, de la lenta maduración de un comportamiento difícil de admitir, pero que cuenta la verdad y sus misterios más que cualquier exabrupto de los que saben antes de comprender. Los finales de sus novelas nunca son el simple cierre de un caso, sino la correcta comprensión de una vida que, de repente, puede convertirse en un drama. Maigret busca la verdad en aguas dormidas.
Parecía, pues, apropiado que, tras algunos endebles intentos por adaptar al gran personaje para la gran pantalla –excluyendo al imponente Jean Gabin-, tuviese que ocupar por fin su lugar uno de los más célebres actores franceses de su tiempo, Gérard Depardieu. Alguien que, además, ya se ha encargado antes de dar vida a policías importantes, muy distintos entre sí pero, por lo general, poseedores de interiores tortuosos. Pensemos, por ejemplo, en el Mangin de Police (Maurice Pialat, 1985), Klein en Asuntos pendientes (Oliver Marchal, 2004), Mat en Diamante 13 (Gilles Béhat, 2009), Bellamy en Inspector Bellamy (Claude Chabrol, 2009) o Kasdan en La marque des anges – Miserere (Sylvain White, 2013). De inmediato, podemos intuir que su Maigret pasará a formar parte de ese directorio de hombres tristes y desarmados por la mismísima existencia.
Así es, en efecto: al principio, veremos a Maigret visitando a su médico para que le tome la tensión. Se habla de la necesidad de que cuide su salud, y más tarde descubrimos que ha renunciado a su emblemática pipa. Este hombre corpulento, de proceder lento y figura trabajosa, es, sin embargo, alguien tan decidido como para, en un momento dado, subir seis pisos a pie, a pesar del evidente esfuerzo. No persigue sospechosos ni utiliza los puños, sino que se trata de alguien, como sabemos, cuyo poder reside en su mente. Uno se acostumbra fácilmente a este Maigret, que iba en un principio a tener el rostro y la figura de Daniel Auteuil, otro titán del cine galo, pero que, a mi juicio, estaría algo más lejos del personaje.
Patrice Leconte, su director, no se contenta con adaptar una historia sólida, basada en la novela Maigret y la joven muerta (1954), cuya conclusión final, por cierto, varía notablemente, sino que la dota con su sello personal y se asegura de que su dirección resulte todo lo satisfactoria que exige el original. La veterana cámara de su director reencuadra planos a su antojo que, en un continuo proceso de alejamiento y acercamiento a las situaciones y personajes, parece transmitir el movimiento hacia la narración que debe sentir el espectador: una investigación con sus vacilaciones, progresos y revelaciones. Maigret investiga, en este caso, la muerte de una joven (Clara Antoons), cuyo cadáver, vestido con un traje de noche y cinco puñaladas, aparece en una plaza parisina. No hay nada que permita identificarla, nadie parece haberla conocido ni la recuerda. El primer giro de la investigación tendrá lugar cuando Maigret se encuentre con una joven vagabunda que posee un asombroso parecido con la víctima. Y es que este es un comentario serio y obscuro sobre Maigret, desde su silueta entumecida (imprescindibles sombrero y gabán) en la sombra, mirando de reojo y con gravedad los polvorientos emblemas de su leyenda (un elegante expositor para las pipas a las que ha renunciado). En cuanto a Depardieu, el propio Laconte, con astucia, nos ofrece una sutil introducción con su visita médica («¿Ha pensado en retirarse?», le pregunta el médico), y existe, durante toda la película, una especie de tensión permanente sobre sus propios límites físicos.
Uno se pregunta con frecuencia si el propio actor llegará al final de la toma sin desplomarse y la más mínima subida de escalera nos resulta una acrobacia. Sabemos que a Leconte le gusta jugar con los mitos (ha filmado antes a Delon y Belmondo), y me pregunto si no será este, por fin, el gran Maigret -a cargo del director de Monsieur Hire, otra adaptación de Simenon- protagonizado por el evidente heredero de Jean Gabin? En efecto, el encuentro entre el último monstruo sagrado del cine francés y el gigantesco monolito de la literatura belga tenía que suceder de este modo y manera. Esto es obvio, como también lo es que se trata de una película sobre dos investigaciones: aparte de la de Maigret, la otra es aquella que la cámara de Leconte lleva a cabo sobre Depardieu, hasta el punto de rozar una suerte de documental sobre el actor. Más de una vez, el personaje cede el paso a la persona. Su figura se ve abrumada por la tristeza y la desesperación y el director le observa enfrentarse a la depresión, casi hasta su propia disolución. Todo funciona a la perfección en estas escenas, en las que el actor combina fragilidad y amargura para lograr una gracia paradójica. Desde las primeras imágenes, percibimos a un Maigret melancólico y agotado cuyas cualidades como investigador, sin embargo, permanecen incólumes: escucha, olfatea, observa a cada personaje de la historia y, sobre todo, duda. La mirada de Depardieu está llena de cansancio, avanza sin prisa.
Mencionaba antes Monsieur Hire (1989), con la que, gracias a Simenon, Patrice Leconte conseguiría su mejor película. Más de treinta años después, la simbiosis del belga y el realizador parisino ha regresado. ¿El resultado? Una obra oscura que tiene lugar ante nuestros ojos cual canto de cisne de un mundo en vías de desaparición. Para ello, Leconte se toma muy en serio la fotografía, confiada al excelente Yves Angelo. Hay en él un olor decididamente triste, nostálgico, alrededor de este París tan de Simenon, acentuado por la paleta de colores apagados, grises y carentes casi de luz. Sus imágenes brumosas se adaptan perfectamente a la transcripción de una atmósfera de fin del mundo o, al menos, del crepúsculo de una vida. Leconte filma en la oscuridad disponible en lugar de con luz real: el gran detective se sienta en su escritorio iluminado por una lámpara de cinco vatios y la mayor parte de la película transcurre en una penumbra similar. En Simenon todo es cuestión de atmósfera y eso es algo a lo que también contribuye la pulcra música de Bruno Coulais. Pareciera que este Maigret, cansado y atormentado por el pasado, habitante de la melancolía que asoma por entre sus grietas íntimas, se sumerge en el París de Patrick Modiano y vaga en busca de una Dora Bruder innominada. El viejo comisario, a los ojos de Leconte, es una bestia somnolienta en la gran jungla de la vida. Ya no tiene apetito. Está lleno de noche. Terminar sus días resulta una tarea ímproba, aunque sabemos que encontrará al culpable. Tardará el tiempo que haga falta. Tiene mucho tiempo por delante. O no tanto, que es, a fin de cuentas, lo mismo.
Todo destila un perfume a dulce debacle, en el que poco a poco y con un método plagado de preguntas precisas e incisivas, Maigret –implacable, pero mordazmente filosófico sobre la fugacidad de la vida- volverá sobre el curso de los acontecimientos, poniéndose en la piel de la joven para comprender qué pudo motivar este crimen. Conoce a Jeanine (Mélanie Bernier), una actriz con la que la víctima estaba emparentada, que ha dado el improbable salto social de comprometerse con un rico aristócrata y miembro de la alta sociedad (Pierre Moure). Y toma bajo su protección a la indigente Betty (Jade Labeste), una de las muchas jóvenes idealistas que llegaron a París, durante los cincuenta, en busca de fama y dinero para sobrevivir a duras penas en apartamentos baratos de una sola habitación, en hoteles de una sola noche. La interpretación de la chica asesinada, a cargo de la bellísima Clara Antoons, pertenece a ese importante conjunto de apariciones breves y casi mudas de las que depende el arco emocional de ciertas películas. Sin embargo, sólo tenemos la más vaga de las ideas sobre lo que podría haberle ocurrido a esta muchacha. Gracias a los tres personajes femeninos principales, la película hace un buen uso del abismo existente entre las clases altas y bajas de París, sin dejar de centrarse en la búsqueda de justicia para la víctima anónima del apuñalamiento. Por cierto que la dirección de actores, uno de los puntos fuertes en el cine de Leconte, también resulta convincente. Es importante mencionar que se ofrecen bellos papeles secundarios a Anne Loiret (como la señora Maigret), Aurore Clément (en el papel de Madame Clermont-Valois) y al fallecido André Wilms.
De todas formas, el público que espere un whodunit a la vieja usanza, repleto de sospechosos, coartadas y pistas falsas, puede salir decepcionado. No hay un misterio real del que hablar aquí, pues no se trata de quién lo hizo sino, más bien, de por qué lo hizo. También cabe esperarse críticas de quienes consideren que se trata de una película en la que, por su morosidad, no sucede nada. Nada más lejos de la realidad, empero. En esta investigación sin giros afectados ni trágicas vueltas de tuerca, lo que queda es el shakesperiano silencio de la languidez, el cansancio, los cuerpos sufrientes, las almas en duelo por sus propios pecados y un París cínico que se traga, con virulenta lengua de medianoche, a las muchachas ingenuas mientras los fantasmas resurgen. No hay un gran desenlace emocional. La muerte de la muchacha no expone el tipo de historia que un espectador, acostumbrado a los desafueros del cine de acción, espera. El propio Simenon, que supo bien con qué facilidad nos estábamos acostumbrando a la atrocidad, siempre intenta reducir nuestras expectativas. Es suficiente, aquí, con saber que esta chica ha muerto. Eso debería horrorizarnos hasta la médula. ¡Caramba, si esto es algo que horroriza a Maigret, y Depardieu nos lo hace ver en cada escena! El comisario se mueve por París como una prolongación de la propia ciudad, camino de un inquietante y melancólico plano final.
No, la película tampoco gustará a quienes esperen grandes persecuciones: la versión de Patrice Leconte de este personaje icónico es la antítesis de la película policíaca, tal y como la conocemos. Es intencionadamente minimalista y prescinde de las sensaciones. Lo único que importa es la verdad y los seres humanos perdidos. Este es un último triunfo silencioso del más católico de los escritores belgas. Leconte atrae al espectador con la promesa de un emocionante misterio y luego le ofrece una breve y aguda imagen de una sociedad imperfecta, llena de personas decepcionantes. Es como ver dos películas a la vez: la primera diseñada para endulzar las reflexiones y cavilaciones de la segunda. No hay grandes revelaciones en el Maigret de Leconte, sino sólo una tragedia con unos pocos protagonistas, perfectamente calibrada y absorbente.
Este comisario –el último, quizá, de los hombres nobles- se sitúa, a menudo con encuadres estrechísimos, en habitaciones claustrofóbicas. Las primeras tomas son manuales y nerviosas, ya que la cámara tiembla, literalmente, en presencia de la joven asustada. Pero a medida que Depardieu se convierte en el centro de atención, la filmación se vuelve más tranquila y observadora. No hay un mejor París invernal de posguerra en las últimas décadas. Leconte mantiene una mirada baja y rara vez la eleva por encima del nivel de la calle. La paleta desvaída y los interiores casi sepia nos indican en qué mundo se mueve Maigret y sólo cuando la investigación le lleva hasta un estudio de cine, y luego a una boda de sociedad, las sedas brillantes y los manteles almidonados nos hacen olvidar, por un instante, que el mundo fue, es y será, en el fondo, un lugar frío. El breve plano de un vestido ensangrentado sobre un atril, transportado desde un pasillo en penumbra, es quizá uno de los más imborrables que se hayan visto el año pasado en la gran pantalla.
La de Leconte es, sin duda, una poderosísima entrada en el canon de Maigret. El amigo de Gide y Brasillach estaría orgulloso pues, igual que a él, al director sólo le importan esos diálogos que se dicen en voz baja, como si únicamente de esa forma ciertos monstruos cotidianos pudiesen permanecen en su letargo. Todo es mínimo en este monumento erigido a la melancolía. Simenon ya ha suprimido antes lo que sobra. Su héroe se desvanece. En el papel queda apenas un rastro. Indeleble, como una sombra discreta y solitaria.
Ficha técnica |
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