No tendría que haber terminado así. La vieja era legal; pillaba bien en la rebusca y compartía las colillas. Pero ayer me pareció que había tenido un golpe de suerte. Esquivaba las miradas y se metió enseguida en la casucha. Seguro que había encontrado algo valioso, una joya. Pensé que solo con enseñarle la navaja me entregaría sin chistar el botín, pero se aferró a aquella cosa como si fuera de oro. Era la funda de un vinilo, y ni siquiera tenía el disco dentro. En la portada salían cuatro tipos antiguos cruzando en fila un paso de cebra, y estaba firmada con nombres normaluchos de hijos de la Gran Bretaña: John, Paul, George… El cuarto garabato ni se podía leer. No sé, nunca me interesó la música. Quizás la duquesa del vertedero no era tan lista como yo creía, o estaba empezando a chochear. La dejé muerta sobre su camastro. Con los dedos aún engarabitados, acurrucada como una paloma. Hui por el callejón perseguido por mi negra culpa, con el bufido de los gatos a mis espaldas, y tiré el trozo de cartón en una de las hogueras que humeaban al alba. Perra suerte la mía.
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