Después que el barbero gritara el secreto al hoyo que cavó en la ribera del río, y después que las cañas que allí crecieron se lo susurraran al viento, y el viento a los árboles, y éstos revelaran al mundo que el rey Midas tenía orejas de burro, el monarca convocó a su pueblo frente a las murallas del reino, y le dio una explicación:
—Admito que el sátiro Sileno me engañó, que caí en su trampa, que convertí a mi única hija (la viva imagen de su madre fallecida) en una estatua dorada, y que no expulsé la maldición de mi cuerpo hasta que me bañé en las aguas del río Pactolo, como sugirió el oráculo. Y el oro se despegó de mis miembros como si fuese sudor. Pero mi verdadero error llegaría más tarde, cuando acepté ser juez en la batalla musical entre los dioses Pan y Apolo, y este último, al resultar perdedor, hizo crecer en mi cabeza estas orejas de burro. Para ocultar la anomalía, pedí a Efesto que ensanchase mi corona y, mientras tanto, me dejé crecer el pelo. Mas pronto parecí un animal más que un hombre, así que tuve que recurrir a un barbero. Pese a su alegada prudencia, en pocos días le venció la tentación y reveló al mundo lo que ocultaban mis largos cabellos.
Midas dejó al descubierto sus enormes orejas.
—Son grandes, ¿verdad —prosiguió. —Pues debéis saber que me permiten escucharlo casi todo. Y así escuchando, ¿sabéis qué oigo? Un error tras otro. Día a día enriquezco mi sapiencia entre interminables listas de errores, ajenos y propios. Mientras mi conciencia me recuerda los pecados del pasado, mis orejas registran todos vuestros despropósitos. Y, en verdad, ya no tengo refugio al que escapar; pues, cuando me encierro en mi cuarto escucho mi propia conciencia, y cuando salgo de ella, son vuestros errores los que me inundan el tímpano, como agua sucia, y de ahí pasan al martillo, al yunque y al estribo, donde repiquetean con más fuerza todavía. ¡Ni la fragua de Efesto iguala el clamor de vuestros yerros martilleando en el tambor de mis orejas!
»Mas no hay estribo capaz de acelerar nuestra marcha. No hay avance en el camino a la virtud. Ni la conciencia ni la memoria sirven de nada. Vamos demasiado despacio. Todo lo que tocamos, se marra. Todo lo que rozamos, se contagia. Ya lo decían los antiguos: somos figuritas construidas con excremento de caballo. De error en error, dejamos nuestro rastro sobre superficies de piel, vello o corteza, y en todas trastocamos su equilibrio, en todas fracturamos algún nervio, alguna fibra, alguna cuerda, lo mismo en el cuerpo de una mujer que en una brizna de hierba. Nada queda igual a nuestro paso. Nada se enriquece; todo lo devaluamos.
Midas vio que unos niños jugaban con sus trompos sobre la superficie de una piedra lisa. «Como los dioses cuando nos arrojan al mundo», pensó.
—Somos cual peonzas que giran locamente en torno al error, que es nuestro eje. A cada instante cambiamos de rostro, mientras nos queda fuelle. Desacompasados siempre con el ritmo de las cosas, chocamos y las dañamos torpemente. Golpeamos los objetos y los cuerpos sin cuidado, igual en el sexo, que en el ocio, que en el trabajo. Mas pronto llega el día en que nos fallan las fuerzas, en que caemos al suelo y ya no nos levantamos. Somos viejos. Durante unos instantes vemos el mundo tal cual es, en sus justos colores. Apreciamos, al fin, cómo se mueven y la velocidad que tienen las cosas; sabemos qué necesitan; entendemos qué deberíamos hacer… pero ya es demasiado tarde. Sólo vemos con claridad porque nada en nosotros se mueve. Morimos.
»Y puesto que vivir es errar, una cosa os pido: ya que no os juzgo, no me juzguéis vosotros a mí. Pues mis orejas me dicen que tampoco vosotros sabéis controlar vuestro enfado, que no hay día en que no perdáis la paciencia con los hijos, ni semana en que no transforméis a una persona cercana en una estatua de rencor, con vuestros escarnios, ni año en que, por egoísmo, no perdáis un viejo amigo. Sí, soy tan buen rey como vosotros súbditos. Y tan convencido estoy de que nos merecemos unos a otros, que por estas murallas sagradas juro que, si conocierais a alguien que no hubiese cometido, jamás, error alguno, abdicaré sobre él y me convertiré en el más fiel de sus súbditos.
En esto pasó un labriego montado en su burro, siguiendo el perfil de sombra que proyectaban las murallas para que el animal no sufriera. No había escuchado el comienzo del discurso, mas sí la última frase, a la que no dudó en dar la siguiente respuesta:
—Estimado monarca: vi a este borrico salir al mundo con el morro por delante, en el parto más rápido y limpio del que jamás he sido testigo. Y desde entonces no le he visto cometer ningún error. Nunca se equivoca cuando elije el mejor árbol para ponerse a la sombra, tampoco cuando escoge la hierba más fresca que crece al borde del río, ni cuando toma el camino que evita las piedras que cortan y los senderos resbaladizos. Desde mucha distancia, sabe identificar y alejarse de aquellos chiquillos que, con sus hondas, le tirarían piedras si pasase junto a ellos, y también evita los árboles que dejan caer punzantes castañas desde lo alto, o las hierbas floridas que, por muy bien que huelan, si las comiera le causarían malestar. Además, es todo un galán. Siempre se ha apareado con la hembra que mejor lo ha recibido, y de sus entrañas han nacido diez mulos y otros tantos pollinos, todos ellos trabajadores fuertes y sanos. A diferencia de nosotros, rey Midas, él ha sido un padre tan bueno que ni siquiera ha tenido que estar con sus hijos para criarlos bien. Los días de asueto, pasea a mis nietos por el campo con una delicadeza que ya la quisieran, para sí, sus propias madres. Finalmente, como amigo y compañero, nada malo puedo decir. Cuando empuja el arado es él quien me corrige para que trace la línea más recta; y cuando cae la noche sabe evitarme si llego a casa triste y borracho, enterado como está de que aprovecharía cualquier oportunidad para azotarlo. En fin, es el vivo ejemplo de inteligencia: sabe cuándo levantar el vuelo y cuándo bajar la cabeza. Algunas de estas cosas las supo al nacer, otras las ha aprendido; pero juro ante los dioses que nunca se ha equivocado. Ha hecho más cosas a medida que las ha ido aprendiendo, pero aquello que ha hecho siempre lo ha hecho bien. Por consiguiente, rey Midas, te recomiendo que legues tu corona a este borrico mío, que en todo te mejora. Pues seguro que llevará nuestros asuntos con la mayor virtud y la menor jactancia.
Y a nadie sorprendió que la corona le cupiese tan bien, ni que sus orejas tuviesen la misma medida.