Hace tan sólo unos meses, escribí sobre Truman Capote y sus cuentos. Me fascinaron. Admito que quedé perpleja ante la sencillez en el planteamiento de sus textos, que no ha de confundirse con simpleza o vulgaridad; sino con la destreza de crear una narración a partir de hechos cotidianos, sin florituras, ni acontecimientos rimbombantes que retuerzan tramas imposibles de digerir. Puede que sus orígenes periodísticos tuvieran algo que ver en esa forma de acercar la precisión léxica y la claridad lingüística a sus escritos; así como, su mirada distinta sobre el mundo, como observador minucioso, crítico, audaz, incluso insolente, y con una carga latente de abandono precoz y de las consecuentes heridas arrastradas desde la infancia.
Alguien me dijo hace unos días que puede que mi gran atracción hacia el autor sea fruto de algunos paralelismos -en los que yo ni siquiera había reparado-, ya que se ha convertido en otro de mis escritores de referencia y la conquista se produjo de inmediato. Entre ellos, está esa cierta melancolía, su forma de retratar los recuerdos de la niñez y primera adolescencia con la apariencia de una pintura al óleo o de una fotografía en blanco y negro. No hay pesadumbre, ni culpa en lo que transmite, tan sólo historias que sucedieron y se perdieron en algún lugar del sur de los Estados Unidos. Del mismo modo, en sus descripciones abundan los espacios abiertos, donde Capote se desenvuelve con la habilidad del que ha correteado por las praderas y se ha escondido entre los matorrales de las orillas del río. El sol, el olor del campo, los caminos, la luz del otoño, las calles y sus vecinos, los apellidos y las familias del pueblo, las costumbres arraigadas a tradiciones y leyes no escritas.
Si no en toda su obra, estos elementos están presentes, de un modo u otro, en gran parte de sus contenidos narrativos.
Por poner un ejemplo, en sus cuentos “Un recuerdo navideño” (1956), “El invitado del día de Acción de Gracias” (1967) y “Una Navidad” (1982) es notable la influencia autobiográfica en multitud de detalles y en el desarrollo mismo de los relatos. Así, en “El arpa de hierba” (1951) también podemos ver reflejados personajes inspirados en sus familiares y diversos acontecimientos que marcaron a Truman Capote siendo un niño, pero que él plasma con sentido del humor y espontaneidad. Esta obra constituye una pieza fundamental en su trayectoria literaria por todo lo dicho con anterioridad, pero también por su tono dinámico y vivaz, al tiempo que poético y exquisito; porque el arpa de hierba es la metáfora de la serenidad, de la plenitud del ser humano y de todo cuanto le es dado a través de lo vivido por sus antepasados. Es un lugar inmenso, “un arpa de voces”[1]CAPOTE, Truman. 1994. El arpa de hierba. Barcelona: Anagrama, p. 10 que siempre nos cuenta algo nuevo. Así lo evidenció también William Wordsworth en su “Oda a la inmortalidad” (1807):
“(…) Aunque nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo (…)”
Y la belleza juega al escondite en el pasado, en el presente y en el futuro, en una espiral donde “cada una de cuyas vueltas contiene a la próxima y predice su forma”[2]Ibíd., p. 180, aunque para Collin Fenwick –nuestro joven protagonista- su propia vida le parezca una consecución de círculos cerrados, que no se liberan en un deslizamiento y que sólo consiguen debilitarlo en el intervalo que se produce entre ellos. Quizás, la carencia de sus padres y estar al cuidado de las hermanas Talbo, dos parientes mayores y singulares, acrecientan en él una sensación de vacío, de simplemente dejar pasar los días sucesivamente.
La novela comienza con un extraño episodio, desencadenado por el desencuentro entre Verena y Dolly Talbo, tras el cual esta última decide irse de la casa familiar junto a Collin y su amiga Catherine, que vive en una pequeña estancia en el jardín del domicilio. Los tres se instalan en una cabaña construida sobre la cima de un árbol y esto conmociona a toda la comunidad local. El juez, el reverendo y su esposa, el sheriff y algunos vecinos más intentarán que entren en razón, que vuelvan con Verena al hogar; primero, mediante el diálogo, más tarde, a través de la fuerza física y la violencia. No obstante, alguno de ellos abandonará la causa y se unirá a ese grupo de “chiflados”, cuyo único afán es reafirmarse y huir del tremendo desamparo que los engulle. Esto les permite, por una vez, ser ellos mismos y no esconderse de nadie, aunque eso suponga la condena pública y la intransigencia de quienes les rodean. Porque “es muy posible que ya no quede sitio para nosotros en ninguna parte”[3]Ibíd., p. 66, pero ya han perdido demasiado tiempo escondiéndose, siguiendo los preceptos de otros, avergonzándose de alguna característica personal que todos creen indecente o poco apropiada.
La aptitud de Capote para describir la psicología de los personajes es uno de los factores más atrayentes, pues lo hace mientras se suceden los hechos, poco a poco, y sin condescendencia, ni reproche. Sin ir más lejos, Verena y Dolly son el reflejo de una relación fraternal de dependencia y desequilibrio; se complementan y se destruyen la una a la otra, puede que sin querer, sin darse cuenta. Verena es la mujer más rica del pueblo y la más ambiciosa, también. Lleva el mando de la casa y los negocios familiares con la estoicidad del guerrero y la férrea moral que huele a naftalina. Las pocas personas en las que depositó su confianza la traicionaron, mutilando el único atisbo de sensibilidad que mostró levemente. Dolly, por su parte, se ha dejado llevar siempre por las decisiones de su hermana, jamás ha tenido una existencia que le perteneciera en exclusiva. “Era una de esas personas capaces de disfrazarse de objeto en una habitación, o de sombra en un rincón”[4]Ibíd., p. 13. Ambas padecen la misma enfermedad: soledad.
“El arpa de hierba” no nos desvela el misterio del universo, ni divaga acerca de la nada; sólo habla del ser humano y de sus acciones. Por eso a mí, en estos momentos, se me vienen a la cabeza aquellos versos de Walt Whitman:
“Creo que una brizna de hierba no es inferior a la jornada de los astros y que la hormiga no es menos perfecta ni lo es un grano de arena”.
Título: El arpa de hierba |
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