Apenas es la una de la tarde, pero a las afueras de Rovaniemi, entre bosques de abetos y lagos helados, ya está anocheciendo. Papá Noel aguarda en su cabaña de madera a que se ponga definitivamente el sol. Afuera el frío arrecia. Un manto de nieve cubre el jardín y los copos flotan en aire, como pompas de jabón. Es 24 de diciembre y le espera una noche llena de magia. Se ha puesto su traje de gala, el rojo, ese que le sienta tan bien y que a todo el mundo le encanta. Aunque este año ha vuelto a engordar y cada vez le está más ajustado. Antes de que los últimos rayos de sol desaparezcan, sale de la cabaña y se acerca hasta los renos para darles de comer. Tienen que estar fuertes. Sabe que la noche será larga y quiere que todo salga perfecto. De repente, cuando se dispone a subir al trineo, siente un retorcijón en las tripas. “No debería haber comido tanto”, piensa, mientras se lleva las manos al estómago y echa a correr hacia la letrina que se ha construido al lado de la cabaña. Pero antes de llegar, obligado por una serie de pinchazos que recorren todo su cuerpo, se detiene. Un hormigueo le paraliza los brazos y las piernas. En cuanto pase esta noche se pondrá a régimen, lo tiene decidido, pero ¿quién se imagina a un Papá Noel delgado? Quizás ya sea demasiado tarde. Lo siguiente que nota es un dolor agudo en el pecho, como si le estuviesen clavando un cuchillo en el corazón una y otra vez. De repente, se desploma sobre la nieve. Antes de desvanecerse un pensamiento atraviesa su mente: ¿Quién va a hacer mi trabajo ahora? Cómo se arrepiente de no haber vigilado más el colesterol. Los renos se acercan y lamen su cara, intentando despertarle, aunque ya no hay nada que puedan hacer. La temperatura desciende tres, cinco, diez grados. La noche se echa encima y la nieve comienza a cubrir su cuerpo, mientras, en la otra punta del mundo, a miles de kilómetros de distancia, el sol se mantiene en lo más alto del cielo y el tiempo es mucho más agradable. Allí, bajo las palmeras, los tres Reyes Magos ensillan sus camellos y abandonan el oasis. Deben darse prisa. Saben que tras unos años flojos, esta vez volverán a tener mucho trabajo. Entre un alborozo de risas levantan el campamento. En la arena, sobre las dunas, solo queda un muñeco de trapo vestido de rojo con tres agujas clavadas.