Escribo esta reseña un 27 de marzo, Día Mundial del Teatro desde 1961. Y, aunque sé de sobra que nada tiene que ver con los mensajes que hasta ahora se le han encomendado en todas estas décadas a grandes actores y actrices o dramaturgos, se trata de un homenaje particular, sencillo, pero sentido y paladeado; porque, como afirmó el mismísimo Leandro Fernández de Moratín, “sin chocolate y sin teatro soy hombre muerto”[1]FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Leandro. 1982. El sí de las niñas. Madrid: Cátedra, p. 23. Él, poeta, traductor, prosista, también es considerado uno de los reformadores del teatro del siglo XVIII. Ni la emigración, ni la soledad, ni aquella viruela que en la infancia lo tornó “feo, pelón, colorado, débil, caprichoso, llorón, impaciente”[2]Ibíd., p. 12 mudaron su talento; más bien, al contrario, incluso se atrevió a traducir el Hamlet de Shakespeare en 1798.
El sí de las niñas se estrenó el 24 de enero de 1806 en el Teatro de la Cruz, de Madrid; no obstante, la escribió con mucha anterioridad, allá por 1801. Puede que fuera el mayor acontecimiento teatral del siglo en España, no sólo por el rotundo éxito de su presentación en el escenario, sino por sus más de treinta mil espectadores y sus veintiséis días continuos de representación. Más adelante, la Inquisición encontraría motivos suficientes para prohibirla. Su mensaje transgredía los cánones de la época, tambaleaba los cimientos de una sociedad que perseguía y aparentaba una “moral intachable” y El sí de las niñas desafiaba el no de las normas establecidas. ¿Que el público las pusiera en duda y alguien pudiera pedir el turno de palabra? No, damas y caballeros, la función debía finalizar.
Esta comedia en prosa dividida en tres actos cumple con las características del Neoclasicismo y en ella la acción se desarrolla en un solo lugar (una posada de Alcalá de Henares), coincidiendo con el tiempo de duración de la puesta en escena. Utiliza un lenguaje llano, cercano, para llegar a un mayor número de lectores; así, palabras como meriñaque, contradanza, boquirrubio y otros vocablos aparecen en sus diálogos. También tiene un afán didáctico, planteando una situación cotidiana y azuzando a la razón. La crítica social se mantiene de principio a fin, censurando la educación a la que se sometía a las jóvenes, el abuso de poder sobre ellas y, finalmente, haciendo que triunfe el sentimiento y la sensatez.
No pasa desapercibida la constante y tan extendida costumbre de los matrimonios por conveniencia entre muchachas y hombres maduros, que probablemente las hacían más desdichadas a ellas, ya que ni siquiera tenían la oportunidad de compartir con iguales la locura de los primeros amores, las promesas de pasión y el arrebato que retuerce el aliento de los enamorados. Eso, sí, todo era por ofrecerles una posición y mantener “su virtud”. No nos rasguemos las vestiduras, hombres y mujeres del siglo XXI, que aún en Medio Oriente, África y La India, entre otros, se permite –permitimos- el matrimonio infantil. Sus familias siguen pactando el enlace y la dote correspondiente, obviando el abandono escolar, haciéndolas más vulnerables, anulando su voz. Mientras tanto, los gobiernos y líderes religiosos catapultan estas prácticas y las mantienen, y nosotros vemos en forma de noticia audiovisual cómo se quebrantan los derechos humanos, a la vez que saboreamos un rico plato de lasaña frente al televisor.
A este respecto, se nos presenta a la tía de la protagonista, doña Irene, como la principal interesada en que el vínculo entre Francisca y don Diego llegue a consolidarse, asegurándole al susodicho que si ésta tuviera trato con algún hombre “la mataba a golpes, mire usted”[3]Ibíd., p. 93 (página 93). Don Diego, por el contrario, se distingue como un ser comprensivo al que le importa lo que la joven piense, pues no es su intención forzarla, ni reprimir sus deseos; por ello, intenta que doña Irene no se ofusque en su objetivo y, de forma reiterativa, le recuerda que “ella debe hablar, y sin apuntador y sin intérprete”[4]Ibíd., p. 91.
El autor remarca a propósito los estereotipos femenino y masculino en boca de todos sus personajes.
De esta manera, la mujer ejemplar recibe calificativos como hacendosa, devota, obediente, callada, mientras que aquella que no merece respeto es la fea, habladora, lasciva, contestataria y descarada. Al sexo masculino, por el contrario, se le permiten ciertas licencias como la infidelidad, que se excusa dando por hecho que forma parte de su naturaleza, del repertorio de sus necesidades. Fernández de Moratín también pone de manifiesto comportamientos machistas –que entonces pasaban inadvertidos- en todas las escenas, como cuando don Diego, refiriéndose a su sobrino Carlos, implora “¡No permita Dios que me le engañe alguna bribona de estas que truecan el honor por el matrimonio!”[5]Ibíd., p. 54; o en el caso del propio Carlos, que se siente ofendido ante la tentativa de otro de apartar a Francisca de su lado, tomándola como alguien o algo de su propiedad.
Curioso es el símil que establece el dramaturgo entre Francisca y el tordo en la jaula, pues en sí misma se encierra la muchacha al debatirse entre no contradecir a la mujer que siempre ha velado por ella y hacer su propia voluntad. ¿La infelicidad o el riesgo de ser repudiada por su familia? Difícil cuestión y, aún más, en un momento en que a las niñas “todo se las permite, menos la sinceridad”[6]Ibíd., p. 143.
A pesar del uso del laísmo y el leísmo en toda la obra de teatro, Leandro Fernández de Moratín logra que todavía hoy sea imprescindible la lectura de El sí de las niñas. En ella se plantea de forma clara y abierta la igualdad de la mujer, cuando términos como feminismo o micromachismo no tenían cabida en la sociedad.
A menudo, se le tachó de temeroso, siempre carente de impulso personal, de condición taciturna y reservada. Él nunca fue un revolucionario, pero sí un reformista.
Título: El sí de las niñas |
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