Los inquisidores no tardarán en llegar, piensa mientras desvía por unos momentos la vista del papel y sopesa con mirada lobuna su brazos de alambre, su piel tersa y el tamaño de sus manos: son pequeñas, como sus labios; y sugerentes, como la manera en que deja entreabierta su párvula boca al escucharle decir cuánto podrá jugar en el lugar que le espera.
El vicario, que es zorro viejo, sabe que ya habrá tiempo y por eso vuelve a sus cábalas, obligándose a evitar distracciones, y redacta con complacencia el pliego de cargos que entregará al comisario. El mismo que luego leerá al tribunal como testigo, y que sentenciará por bruja a la madre. Viuda para más señas, no habrá padre que la reclame.
La chiquilla se agita, comienza a ponerse nerviosa, pero él la tranquiliza; nombra a Dios, le promete amparo y un techo junto a todas las demás en el orfanato que regenta. En unos pocos días serás huérfana, le explica. Y como si lo intuyera, la pequeña cruza las piernas hundida en la silla de madera; las aprieta con fuerza como si eso fuera a servir de algo, y reza.