A Carlos Frontera, domador de palabras
Le nota un gusto extraño a la sopa. Su hermana le dice que sabe como siempre, pero aun así le ofrece el salero. Duda, por un instante, antes de tomarlo. Lo agita sobre el plato humeante. Con lentitud.
Las gemellizas, hasta hace tan solo unos minutos tan bien avenidas, se miran con recelo apenas disimulado. Desconfían desde que saben que están protagonizando un microrrelato. Saben –es inevitable– que les van a achacar un complejo enfermizo, que les asignarán unos celos mutuos ciertamente patológicos, que se han de profesar una envidia silenciada durante décadas y que ahora, de pronto, se manifestará de manera traumática. Sospechan que una acabará sustituyendo a la otra. O que le arrebatará el marido o el hijo. O algo peor: temen, incluso, que su propia gemelliza querrá asesinarla.
Observa cómo su hermana sigue echándose sal a la sopa. Sin perder de vista el cuchillo, por si acaso.