En los westerns el rastreador, aunque muchas veces al servicio del ejército, es un indio, un nativo. Es como si, en medio de la fuerza civilizadora, aún se soportase un resto de impoder silvestre. Porque rastrear significa ser capaz de leer, de interpretar lo que se vislumbra en el texto rugoso, marchito, medio borrado de la naturaleza; eso que no han taponado el telégrafo, el Quicksilver Messenger Service, ni los libros o devocionarios que se imprimen en la ciudad del hombre blanco. El rastro es aquello que llamaba la semiología nominalista del siglo XIV cristiano un vestigium o huella. Y así es como se me aparece el poeta beat, el eco filósofo y fraile budista Gary Snyder, como un intérprete de los vestigios de un orbe medio legendario de ríos, montes y bosques, a quien, cada vez más, empiezo a encontrar un poco por todas partes, la más grata de ellas puede que sea la primorosa traducción realizada por mi hijo de algunos de sus poemas[1]GARCÍA ARANA, Daniel: Los otros aullidos. Antología de Poesía Beat. S.T.I. Ediciones, Zaragoza, 2014. Es el protagonista de una de las mejores novelas de Jack Kerouac, cronista de una generación literaria del desarraigo. Snyder es Japhy Ryder en Los vagabundos del Dharma, que mezcla bulgur, legumbres y verduras secas, y es presentado como el hombre más feliz del mundo y el próximo Buda[2]KEROUAC, Jack: Los vagabundos del Dharma. Bruguera, Barcelona, 1982, p. 71. Buen cocinero, guarda forestal, anarquista, es también uno de los seis poetas que participaron en el legendario recital de la galería Six de San Francisco en 1955, con un Jack Kerouac ahíto de vino entre el público[3] COOK, Bruce: La generación Beat. Barral, Barcelona, 1974. A pesar de estar en todas esas batallas, el retiro japonés de Snyder como novicio budista también le apartó de algunos notorios excesos.
Una de las características más notables de su poética es la de radicar lo sublime en una epifanía material o, como escribe en un poema sobre el Monte Hiei, la de confundir Aldebarán con una hoguera[4]SNYDER, Gary: The Back Country. New Directions, New York, 1971, p. 38 . Porque, escribe en otros versos, una mente clara y atenta no busca un significado[5]SNYDER, Gary: La mente salvaje. Árdora, Madrid, 2016, p. 28. Esto es lo que podríamos llamar la moral del haiku: darnos algo que posea realidad, sin manierismos ni himnos a la propia grandeza. Esto es lo que nos devolverá también en La práctica de lo salvaje, que definiría sin dudar como un libro de filosofía, pero en el que no hay concepto alguno que no esté radicado sobre una experiencia, un viaje, un desvío. Y puede que esa inextricable unidad de pensamiento y vida sólo podamos encontrarla dentro de la literatura americana en el Walden de Thoreau, igual que la rastreamos en las vidas de los padres del desierto cristianos o en la historia tibetana de los crímenes, camino y liberación de Milarepa. El pensamiento de Snyder es refractario a la soledad y a las abstracciones. Su principio, en el filosofar y en todo lo demás, es que «sin alrededores no hay camino, y sin camino no se llega a la libertad»[6]SNYDER, Gary: La práctica de lo salvaje. Varasek Ediciones, Madrid, 2016, p. 88. No hay método sino merodeo, el rastreador no encontraría jamás la solución si fuese en vía recta, a diferencia de lo que proponen la extrañeza y la soledad metódicas del cartesianismo. Incluso el budismo que profesa, como recuerda el propio escritor, no ha perdido sus raíces chamánicas y animistas. Porque no se trata de restar nada, sino de buscar el arraigo en nuestra oscuridad más profunda. ¿Por qué lo salvaje? Pues porque lo salvaje es un orden imparcial, implacable y hermoso, a la vez que libre. Que es hermoso significa que podemos valorar la elegancia de las fuerzas que conforman la vida y el mundo. Snyder es un pensador, pero también es un poeta. Hasta el punto de que gusta de enfatizar la naturaleza salvaje del lenguaje mismo, su escurridiza aptitud para escapar de nuestras manos. Desde luego que el lenguaje no es, como ya había intuido Wittgenstein, nada parecido a una caja llena de herramientas, pues «la palabra wild es como un zorro gris alejándose al trote por el bosque, ocultándose tras los arbustos, apareciendo y desapareciendo”[7]SNYDER: La práctica de lo salvaje, p. 23 .
Nuestros propios cuerpos son salvajes, como muestra la organización de nuestros reflejos, preparada para la caza, la recolecta, el sexo o la huida. La norma de no matar ni hacer daño sin necesidad, no es el producto de ninguna elevada superestructura mental, sino que es el justo equilibrio para un mundo que nos observa. Hemos olvidado la actitud hacia los animales que consiste en matar y comer con gentileza y agradecimiento, en decir «por favor» y «gracias». Dejar de bendecir nuestras mesas no es una cuestión baladí. En realidad no creo que sea ni siquiera un asunto confesional, sino que es algo que toca a la religio en su sentido ontológico, como religatio o reunión de nuestros seres con la totalidad del ser. Esto es lo que Snyder busca también en los commons, en la propiedad procomún donde el ganado pueda comer, correr, y nuestras crías humanas tiene la oportunidad de crecer de manera saludable y dichosa. Todos, ya hablemos de un entorno urbano o rural, poseemos una imagen del territorio, que se construye entre los seis y los nueve años. Puede que esa capacidad de construir una imagen semejante quede por así decir todavía abierta para el poeta adulto. Es verdad que Snyder no lo menciona, pero estoy convencido de que me aceptaría que un fuego de campamento o un lecho en el que se hace el amor, constituyen un territorio tan rico, extenso o memorable como una entera región. Esto es así porque nuestro lugar es parte de lo que somos. Y porque si te quedas lo bastante en un lugar, nos recuerda, entonces los espíritus empiezan a hablar.
Hacia la mitad del ensayo hay un capítulo que se titula El eterno caminar de las montañas azules, y que es un muy hermoso comentario al sutra de las montañas y las aguas de Dogen Kigen (siglo XIII), escrito en el retorno a Kyoto, después de un largo y accidentado viaje a China. Parecería que Gary Snyder de improviso ha decidido guarecerse en los prestigios del exotismo, y que por ello elige esta lección sobre el budismo tendai. Nada menos cierto. En realidad sólo se ha vuelto hacia Dogen para entender mejor qué significa caminar. Porque ser un shukke, un sin techo, que es como los japoneses llaman a los monjes, es abrazar también la totalidad del mundo, hacerlo tu sitio. Y nuestro filósofo acepta con gratitud que el ya lejano Jack Kerouac hiciera de él un Dharma bum por excelencia, un vagabundo de la doctrina o tal vez un doctrinario del vagabundeo.
Pero es que el extravío, el demorarse o despistarse fuera del sendero, adentrándote en lo salvaje, sólo es posible si uno tiene un camino reconocible. El ecologismo, tal como se plantea en estas páginas, no se funda en vagas abstracciones científicas ni en solicitudes éticas. Está tan lejos del descarnado amor a la tierra, como lo estaría el amor al prójimo de la filantropía. Uno siempre ama esto concreto, es en esto en lo que se goza. Ser un sin techo significa que tu territorio se ha vuelto más vasto, más amplio, que está habitado por espíritus más numerosos y acaso más generosos. A la madre Gaia empieza uno a reconocerla en el soto junto a su pueblo, en el barrio de casas abandonadas o en los cañaverales que mueve el viento. Pero es lo que tienen las madres, que en cuanto te descuidas las encuentras en cualquier sitio. Y mirar es decir que sí, dar las gracias por ello.
Título: La práctica de lo salvaje |
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Referencias
↑1 | GARCÍA ARANA, Daniel: Los otros aullidos. Antología de Poesía Beat. S.T.I. Ediciones, Zaragoza, 2014 |
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↑2 | KEROUAC, Jack: Los vagabundos del Dharma. Bruguera, Barcelona, 1982, p. 71 |
↑3 | COOK, Bruce: La generación Beat. Barral, Barcelona, 1974 |
↑4 | SNYDER, Gary: The Back Country. New Directions, New York, 1971, p. 38 |
↑5 | SNYDER, Gary: La mente salvaje. Árdora, Madrid, 2016, p. 28 |
↑6 | SNYDER, Gary: La práctica de lo salvaje. Varasek Ediciones, Madrid, 2016, p. 88 |
↑7 | SNYDER: La práctica de lo salvaje, p. 23 |