Como él mismo llegó a decir, Platero es una síntesis de burros plateros que pasaron por su vida; la suma de todos sus recuerdos. En su retiro de Moguer comienza, en 1906, su obra por antonomasia, que a día de hoy es la tercera más traducida del mundo. Puede que no todo el que lo nombra lo haya leído alguna vez, pero su inicio es inconfundible: «Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos»[1]JIMÉNEZ, Juan Ramón. 1987. Platero y yo. Madrid: Alianza Editorial, p. 27. Y es que el autor trata al animal como si fuera un amigo, más humano que cualquiera de los vecinos que le rodean o que aquellos que escriben en sus diccionarios que el asno es un sinónimo de rudo, imbécil o tonto. La sensibilidad que muestra hacia el borrico es pura y su sentimiento de lealtad, comparable al que tienen los niños en la primera infancia. La melancolía y la nostalgia se reflejan tras su muerte, en el reclamo de la presencia ya huida, como lo hacemos con nuestros seres más queridos; o en el momento de la pérdida, cuando la parca arrebata el encanto de la vida, pues «parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza…».[2]Ibíd., p. 162 Esos diálogos con Platero constituyen en sí mismos ejercicios de introspección que realiza el autor, valiéndose de un acompañante mudo.
La expresividad del azabache de sus ojos es, quizás, el ápice de discernimiento y reflexión con el que fantasea. ¿Puede ser Platero el reflejo transfigurado de don Juan Ramón?
A este respecto, también podemos hablar del entrañable rucio como una fuente de inspiración; aunque éstas se multiplican y reparten, como motas de polvo, en cada reminiscencia vinculada a un lugar de su infancia o adolescencia. La magnanimidad de los elementos guardados en la memoria, tras los años, se reduce a la medida que impone la realidad del observador adulto; ése que ha librado otras batallas más allá de los tirachinas y los soldaditos de plomo. ¡Qué grande parece la escuela o el riachuelo en la mirada de un niño! Es el paso del tiempo el que, inevitablemente, impone otra perspectiva. La acacia que él sembró y que fue sostén de su poesía es ahora un árbol basto que, ambicioso, se ha hecho dueño de todo el corral. Nada le sugiere ya, aunque lo sostengan las mismas raíces y lo caliente el mismo sol.
Se hace inevitable la comparación entre prosa y poética tratándose de Juan Ramón Jiménez, ya que la línea que las separa es muy estrecha, prácticamente inexistente: «La muchacha, estatua de fango, derramada su abundante desnudez de cobre»[3]Ibíd., p. 60. A medida que el lector ahonda, encuentra una flor en el camino –pura, tierna, débil, malva y fina-, la misma que aparece convertida en poema como La Flor Solitaria «y nadie sabe, flor, el encanto bendito de tu soledad única, estasiada y divina»[4]JIMÉNEZ, Juan Ramón. 1982. Antolojía. Barcelona: Orbis, p. 74. La describe como una muchacha frágil y alejada de la impureza mundana, a pesar de estar expuesta como cualquier otra a tropeles, zumbidos y latigazos del temporal. Su primavera será breve porque su destino es la muerte: se marchitará por el simple hecho de ser una rara avis, de no parecerse a las demás. Todas las Penélopes tuvieron su sitio en mitos ya olvidados, donde sus Ulises volvían –tras gozar y renegar de aventuras y amores- y las encontraban intactas, fieles y serviles.
Del mismo modo, referimos el episodio de El Pozo, cuyo laberinto umbrío y fluyente le da pie al recreo y a la imaginación. Es entonces cuando reparamos en que él se ha sentado muchas veces en ese brocal, contemplando el reflejo de la luna, el vuelo asustado de una golondrina o sus propios ensueños. ¿Cómo no mencionar El Viaje Definitivo? En esos versos Juan Ramón vuelve a mentar a la muerte y al curso infatigable de la vida, que continuará regalando a otros un cielo azul y plácido, «y se quedará mi huerto, con su verde árbol, y con su pozo blanco»[5]Ibíd., p. 74.
Hay otro aspecto principal en la novela y éste es Moguer. Pan y vino.
El autor lo retrata como el migajón y la corteza dorada de un pan de trigo; como una copa colmada hasta el borde de vino que se derrama, generoso y encarnado. Su pueblo es el cuerpo y la sangre de sus gentes; un Cristo espiritual y terrenal al que no puede buscarse o explicarse, a menos que uno se adentre en él. Los que nacimos o crecimos en un pueblo, para bien o para mal, compartimos una identidad configurada por piezas minúsculas que, a veces –he de aclarar-, se confunden y rápidamente se categorizan con adjetivos poco acertados: cateto, bruto, vulgar, entre algunos otros más que no me atrevo ni a escribir. Juan Ramón no se avergüenza de sus orígenes y retrata un entorno igual de bello que los rascacielos y las grandes avenidas. La siesta en verano, el arroyo seco, los domingos de fiesta, misa y procesión, septiembre y la vendimia, los agrios valses nostálgicos de las noches de agosto, las claras tardes de otoño amarillo, el camino al cementerio viejo, las castañas tostadas en invierno, el vaho de los establos, el cantar del gallo y las campanas de la iglesia, las azoteas donde se tiende la ropa recién lavada… hilos de lana y seda que tejieron la personalidad de Juan Ramón, que contribuyeron a la necesaria soledad del poeta. Nada es baladí, ni prescindible.
«Platero, ¿habrá un paraíso de los pájaros?»[6]Jiménez, 1987, Op. Cit., p. 113 ¿Y seguirán los niños leyendo a Juan Ramón Jiménez en los colegios? Ojalá la cordura se imponga y la literatura no sea nunca objeto de subasta.
Título: Platero y yo |
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