He salido de casa con el firme propósito de volver a cruzar el umbral de la puerta del viejo café, sentarme otra vez frente a ella, pedirle perdón por mi comportamiento y decirle que la amo; pero me he quedado en la acera, espiándola a través del anticuado ventanal. Está sentada en el mismo lugar en el que la conocí tres semanas atrás, tan bella como la recordaba. Lo nuestro ha sido muy rápido. Al tercer día comencé a acompañarla a casa. Al quinto nos tomamos de la mano y nos besamos por primera vez. A las dos semanas le pedí que me invitara a una copa en su casa; al principio puso vagos reparos, aunque ante mi insistencia no tardó en ceder. Frente a la puerta de su vivienda, mis dedos subieron ansiosos por sus muslos. Hasta que noté… aquello. Me aparté de ¿ella?, la miré sin comprender y eché a correr.
Me armo del valor que nunca me ha faltado para abordar a una mujer y entro en el café.
—¿Puedo sentarme? —le digo.
—Por favor —me invita—. Perdóname, debí decírtelo.
—No importa. Te quiero. Vamos.
La cojo de la mano y salimos del café. La abrazo por los hombros y aceleramos el paso.
—¿Adónde vamos? —dice entre sorprendida y temerosa.
—A mi casa. —Ella se detiene y me interroga con la mirada. Respiro hondo y al fin le digo—: Solo te pido una cosa: Esta primera vez, no te quites las bragas.
Esta primera vez
9 junio, 2017
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