En un geriátrico perdido de un pueblo de nombre impronunciable, una turba de abuelos sale cada mañana al patio a consumar un listado cuasi-infinito de actividades programadas. Todos menos uno, que declarado en rebeldía, siempre se queda sentado en una vieja silla de madera del pórtico principal. Su actitud llama la atención de la nueva enfermera, que sin mediar palabra, le quita sus zapatillas de felpa, le introduce los pies en un barreño de tierra vitaminada, lo riega y le dice palabras bonitas; y así, cada día. Para sorpresa del personal —que lo había dado por imposible—, pronto brotan de la cara del anciano medias sonrisas y nuevas ganas de explicar batallitas: la guerra, el interminable viaje que hizo en un seiscientos o aquel beso furtivo que robó durante una Tomatina. La facultativa, entonces, dictamina en su informe que el tratamiento funciona, que Don Julián ya socializa y que el único efecto secundario observado es que los domingos, cuando ella libra, sus compañeros le comentan, literal, que el viejo parece que se marchita.