
Foto cedida por Pexels, de Maisa Borges
Despiertas con la alarma del reloj cuando aún te falta al menos una hora de sueño. Fantaseas con el momento de volver a la cama esta noche. Sientes un puño en el estómago, un nudo en la garganta. Te vistes rápido. Miras la cafetera y comprendes que no te da tiempo. Sales corriendo.
Sonríes con desgana al vecino cuyo hijo te despertó de madrugada berreando. Asientes a su perorata sobre la reunión vecinal de la semana pasada y sigues tu marcha al trabajo. Encuentras varias notas en tu mesa con trabajo urgente. Sales a tomar un café. Vuelves a notar el puño en el estómago, el nudo en la garganta. Terminas la jornada con una larga lista de tareas no hechas.
Recuerdas que no tienes comida preparada para hoy. Sientes alivio porque esta semana tu hijo de dieciséis años está con su padre, porque no tienes que negociar la hora de llegada, discutir por el desorden, pelear por lo deberes. Vuelve el puño en el estómago, el nudo en la garganta.
Enciendes la televisión para ver las noticias. Aumentan las muertes en Gaza. El verano terminó y siguen los incendios. Una nueva negligencia en los servicios públicos. Te oprime el puño en el estómago, el nudo en la garganta. Una crema antiarrugas y antimanchas, todo en uno. ¿Funcionará?
Visitas a tu madre. Te la encuentras viendo la novela en el salón. Apaga la tele para contarte que el vecino de la izquierda se ha separado, que se ha ido con la compañera de trabajo, que Felicidad se ha quedado destrozada, que a ver qué hacen ahora con el hijo pequeño. Revisas el pastillero y compruebas que no se ha tomado algunas de las pastillas. El puño en el estómago, el nudo en la garganta.
Encuentras el vómito de tu gato al llegar a casa y te das cuenta que olvidaste la cita con el veterinario. Quieres irte lejos, muy lejos. Vivir en otro país. Tener otra vida. Mejor, ser otra persona. El puño en el estómago, el nudo en la garganta.
Quedas con una amiga para tomar una cerveza. Escuchas, una vez más, los problemas con su novio. Callas, una vez más, lo que piensas: “sepárate ya”. Meditas un momento la pregunta que te hace: “Y tú, ¿cómo estás?”. Tras sopesarlo, respondes con sinceridad: “Bien, yo estoy bien”.