Y hoy, que es viernes y acabo de llegar a casa arrastrando los pies, después de soltar liberada el bolso en el sofá, saludar a Miko, que me ha respondido con un lametazo en toda la cara, y servirme una copa de vino, me ha dado por pensar que tampoco fue para tanto. Me quito los zapatos sin desabrochar y apoyo los pies descalzos en la mesita del comedor. Admirando lo bien que me queda mi nuevo color de uñas rojo coral, bebo un sorbo de la copa. No, en realidad, nunca es para tanto. Somos nosotros que lo magnificamos todo, pero de esto nos damos cuenta con el paso del tiempo, claro. Hay que vivirlo primero y sufrirlo después. Son los días, a su paso, los que soplan toda la purpurina que le habías puesto a la historia y hacen que se te meta en los ojos. Aquello que te rompió también se disipa, como los mosquitos de la luna del coche cuando pasas el limpiaparabrisas. Más o menos así, sí. Y entonces, te das de bruces con la realidad de lo que fue, sin purpurina ni rencores. Ahí te curas. Conservas las promesas, las caricias y las canciones. Las metes en una caja bajo llave para el recuerdo, porque forman parte de tu historia, de lo que fuiste(is) y de lo que serás, y continúas viaje, con una lección más aprendida: nunca es para tanto.
Miko se sube a mi regazo y con la mirada me dice que deje de filosofar, que es hora de salir a hacer pis.
«Déjalo ir, déjalo marcharse, deja que ocurra. Nada en este mundo te fue prometido o te pertenece. De ningún modo. Todo cuanto posees es a ti mismo». (Unos versos de Rupi Kaur, de su poemario «Leche y miel»).
[…] «Y hoy, que es viernes y acabo de llegar a casa arrastrando los pies, después de soltar liberada el bolso en el sofá, saludar a Miko, que me ha respondido con un lametazo en toda la cara, y servirme una copa de vino, me ha dado por pensar que tampoco fue para tanto». La historia continúa en Amanece Metrópolis. […]